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REFLEXIONES ATOLONDRADAS

Máster mala educación

Reconozco que soy una foodie, o lo que es lo mismo y en jerga profana, una adicta a los programas de cocina y al buen comer, con algunos conocimientos indispensables del arte de los fogones y un más que respetable bagaje en lo que a visitar los templos gastronómicos de dentro y fuera de nuestras fronteras se refiere, pero sin interés alguno -ni conocimientos o motivación suficientes, que todo hay que decirlo- en hacer de ello mi profesión. Ya ven que la descripción es larga para un término tan aparentemente frívolo, pero es lo que hay.

Como buena foodie, no me pierdo ni un solo capítulo de los reality de cocina, no sólo nacionales, sino también de múltiples países con idiosincrasias y por tanto gastronomías variopintas que en poco o nada se parecen a la propia, lo cual aporta, en mi quizás no tan humilde opinión, no sólo un rango de elección mucho más amplio a la hora de avituallar mi propia mesa -gracias a ellos he descubierto el curry, el jengibre o la lima, entre otros ingredientes de uso poco frecuente en el territorio nacional-, sino también una visión diferente de las costumbres y tradiciones de más allá de los Pirineos. Y conste que soy consciente de estar metiendo a Portugal en nuestro mismo saco, y quien haya cruzado la frontera con nuestros vecinos lusos entenderá por qué.

Para que se hagan una idea les cuento a lo que me refiero: sigo con especial interés los Masterchef canadiense y australianos, pero también el norteamericano -a pesar del insufrible y pagado de sí mismo Gordom Ramsey-, el inglés, el francés o el argentino. Y por si se están preguntando de dónde saco el tiempo para semejante maratón, la respuesta es sencilla: no veo la televisión, salvo en contadísimas ocasiones, y prefiero entretenerme en selectivas búsquedas en You Tube.

Lo bueno de abrir el campo de búsqueda más allá de nuestras fronteras a la hora de recibir influencias externas es descubrir no sólo la existencia de la trucha asalmonada, el cangrejo de caparazón blando o los abalones, sino también y en la mayoría de los casos, lo diferentes que somos los españoles a buena parte de los ocupantes de los países mal llamados del primer mundo, y no me refiero precisamente a nuestra alegría natural o nuestro famoso gusto por la fiesta y la buena vida, sino a nuestra grosería, nuestra mediocridad y nuestra falta de consideración en el trato a los demás. Y si quieren comprobar a lo que me refiero no tienen más que repasar la última temporada del Masterchef español, cuya emisión terminó hace apenas unos días, en la que han imperado descaradamente las actuaciones groseras, desconsideradas, absolutamente faltas de empatía y en un tono que raya el maltrato.

Gestos prepotentes, respuestas soeces, evaluaciones crueles y desproporcionadas, bromas de mal gusto, trato desconsiderado y un largo y vergonzoso etcétera han sido el aderezo principal de una edición del programa en el que la objetividad y profesionalidad de los jueces a la hora de juzgar los platos ha brillado por su ausencia casi tanto como su generosidad y su educación, y en el que la dirección del programa ha decidido dar más pábulo y protagonismo a las relaciones personales entre sus participantes, y me refiero a todos ellos, no sólo a los concursantes, que a su buen o mal hacer en los fogones.

Y no me vengan ahora con aquello de que lo han hecho para conseguir más audiencia y asegurarse la permanencia en la parrilla televisiva, porque ese es precisamente el problema: si es este el tipo de televisión que nos gusta, si necesitamos la descalificación, la rudeza y el cotilleo insano para entretenernos, digan lo que digan tenemos exactamente, ya no sólo la programación televisiva, sino también el país que merecemos.

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