Esa nata tan espesa que conforma la burocracia europea tuvo el pasado martes un fulgor de sensatez dentro de su ritmo abúlico. Jean-Claude Juncker, el presidente de la Comisión Europea, echó una bronca o hizo autocrítica en voz alta, lo que se prefiera, sobre el alto grado de absentismo de su señorías europeas. O sea, a grandes sueldos mayor indolencia, gandulería y palanquineo o apalancamiento. Hasta él mismo, gurú del laberinto europeo, calificó de "ridículo" el desierto que reinaba en la sesión donde se hacía balance sobre la presidencia maltesa de la UE a lo largo de seis meses. A la cita había acudido menos del 5% de los 750 escaños del Europarlamento, una fugona de rigor, quizás a catar la afamada cerveza nacional. A sus señorías les importaba un rábano lo que fuese a contar el laborista Joseph Muscat sobre el vértigo o no vértigo que pasa una pequeña isla cuando se pone al frente del continente. Pese a un auditorio tan leve, Juncker obtuvo a cambio de su calentura la respuesta más endogámica: Antonio Tajani, presidente del Parlamento, le chorreó con lo de que su querida institución está por encima de la de él, y a otra cosa mariposa. Como ven, la mejor explicación, la más matérica, sobre los que nos interesamos -no sé si algún día lo conseguiremos- por saber qué hacen los eurodiputados en su salón dorado. Los abroncados, en su defensa, arguyen que tienen actividades coincidentes a los plenos, al parecer más importantes e imposibles de aplazar. Creíble o no creíble, la perorata de Juncker en una cámara vacía ha destapado una vez más -y no sé cuántas van- los licores de la responsabilidad parlamentaria y cómo hacerla cumplir. Hacer novillos en Estrasburgo parece ser cosa corriente, sobre todo cuando a la comparecencia le falta la expectación necesaria. Habrá que poner sobre la mesa algún método expeditivo en el oasis.