Un tema veraniego, con matices, es la graduación de Froilán, el sobrino mayor del Rey, al que vemos celebrar el trámite de la manera en que se suelen hacer estas cosas en Estados Unidos: los cachorros del poder se tiran a un lago (él con ropa, más a lo español) y luego se fuman un puro como aviso de que van a dar que hablar. Este nieto de Juan Carlos I es en sí un cuaderno de bitácora en las páginas blandas de periódicos y en revistas de instintos primarios, pues vienen siendo portavoces de sus correrías. Y también del fortunón que se ha gastado su abuelo para que terminase el bachillerato después de repetir varios cursos. Se demuestra, por tanto, que el fracaso escolar es relativo, que con una buena faltriquera de dólares se supera el obstáculo, y hasta se está en condiciones de ir a una universidad privada para estudiar empresariales en Madrid, lo que le va a costar sus buenos euros. Al emérito le ha caído un buen paquete con este nieto tan inconstante, bullanguero y dado a la dolce vita, que aspira a un puesto entre los herederos alocados y caprichosos de las monarquías europeas, incluida la monegasca, claro está. Dados los esfuerzos de la Casa Real por enderezarlo, digamos que Froilán es un experimento en toda regla: hasta yo mismo, viendo los raudales de dinero que se engulle su educación correctiva, espero afanado a conocer sus resultados académicos, a dónde se dirigen sus preferencias sociales, sus lecturas, cómo acaban sus jaranas, hacía qué torero se inclina, cuáles son sus conquistas femeninas, dónde compra sus chaquetas... La educación en España sigue siendo un lío que tejió primorosamente Wert, pero a falta de pan siempre podemos mirar a Froilán para ver cómo anda el patio del desarrollo social. Muchos padres ya confirman su pesadumbre por no tener el parné de Juan Carlos I para una oportunidad para el hijo extraviado. Así es la vida.
