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OBSERVATORIO

Edgar Neville, el cineasta inesperado

Edgar Neville, el prolífico escritor y nefasto diplomático de carrera, cuya obra cinematográfica ocupa un lugar de privilegio dentro de la Historia del cine español, hace medio siglo que murió. No en vano, Neville está considerado el cineasta más importante de la inmediata posguerra, cuando alumbró una serie de obras esenciales del séptimo arte patrio. Pero la brillantez de su obra se ha visto a menudo oscurecida por una biografía llena de escorzos y dobleces. Al igual que su nombre, herencia de su padre británico, enmascaraba a un madrileño de pura cepa, su controvertida trayectoria vital, marcada por una convulsa vida sentimental y por su deserción del bando republicano en los primeros compases de la Guerra Civil para sumarse a la causa insurgente, ha ocultado durante años una obra cinematográfica singular y de una innegable calidad.

Los antecedentes familiares del madrileño no hacían presagiar su posterior trayectoria artística. Su padre, Edward H. Neville, era en esencia lo que actualmente se entiende como un "emprendedor": ingeniero de formación, heredero de un emporio comercial e impulsor de varias interesantes iniciativas empresariales, entre ellas una línea férrea, que se vieron truncadas con su temprana muerte, cuando su hijo apenas contaba dos años. Quizá de no haber mediado esta tragedia personal, Edgar Neville se hubiera acabado decantando por las actividades económicas y empresariales, pero el fallecimiento de su padre dejó al aún niño bajo el influjo completo de su familia materna, una estirpe aristocrática que inculcó en el rapaz el gusto por la buena vida, pero también por el arte y la cultura.

Así, Neville comenzó a moverse, ya desde muy joven, por los ambientes culturales madrileños, entrando en contacto con personalidades como José Ortega y Gasset y Ramón Gómez de la Serna, dos de sus grandes maestros, y con jóvenes autores como Federico García Lorca, Miguel Mihura o José López Rubio, con los que trabaría amistad y, en el caso de los dos últimos, compartiría numerosos proyectos profesionales. En este entorno, el joven Neville, que hacía gala de su refinada educación y de un acusado liberalismo, se reveló como un inesperado y brillante humorista, escritor y cineasta.

En su faceta como cineasta, Edgar Neville se formó en Hollywood, a donde llegó aprovechando que había sido destinado en la Embajada de Washington, y donde pasó dos prolongadas estancias entre 1928 y 1931, trabando amistad con Charles Chaplin, el matrimonio formado por Mary Pickford y Douglas Fairbanks, e incluso con el magnate de la prensa William Randolph Hearst.

Tras una primera estancia marcada por su romance con la actriz Constance Bennett, que dejó herido de muerte su matrimonio con Ángeles Rubio-Argüelles, futura fundadora de la escuela de teatro ARA, de Málaga, Neville retornó a la Meca del cine merced a un contrato como escritor con la Metro-Goldwyn-Mayer, que en la época iniciaba la estrategia de las "dobles versiones", consistente en rodar sus argumentos originales en inglés en otros idiomas, usando actores nativos, para conquistar mercados extranjeros.

Aunque la productora cambió pronto de estrategia, inclinándose por un doblaje que permitía mantener el atractivo de sus estrellas, Neville aprovechó a fondo su estancia en el país e incluso llegó a trabajar con Ernst Lubitsch, cuya obra fue todo un referente para el madrileño.

Ese fecundo aprendizaje en Hollywood le sirvió para hacerse rápidamente un hueco en la industria cinematográfica nacional a su regreso a España, especialmente tras trabajar junto al francés Harry d'Abbadie d'Arrast, otro cineasta a reivindicar, en la adaptación de La traviesa molinera, la joya perdida del cine español.

Pero fue tras la Guerra Civil cuando el madrileño logró madurar su inconfundible estilo cinematográfico, que se percibe en todo su esplendor en el mediometraje Verbena, de 1941, adaptación de un relato propio. Un estilo marcado por el rico mestizaje entre una tradición cultural netamente española y su filiación vanguardista, aderezado con las técnicas expresivas y narrativas aprehendidas del cine de Hollywood.

En aquella compleja y deprimida España autárquica, Neville supo hacerse un hueco en la industria cinematográfica y en la sociedad del régimen franquista. Fernando Fernán-Gómez, que le conoció en 1945 y con el que colaboró en tres películas, aseguró que en la época, Neville "ya tenía perro, chalé, coche, piscina, amante, secretaria y mayordomo, cuando los demás teníamos café con leche". La amante era nada menos que María Concepción Carro Alcaraz, que tras la contienda, y siempre bajo la tutela de Neville, se hizo un nombre como actriz de cine y teatro con el pseudónimo de Conchita Montes. Los años centrales de la década de los cuarenta fueron los más fecundos de la carrera de Neville. Entre 1944 y 1946 encadenó cuatro películas esenciales en la historia del cine español, que sirven por sí solas para defender toda una filmografía: La torre de los siete jorobados, La vida en un hilo, Domingo de Carnaval y El crimen de la calle de Bordadores.

Ya asentado como productor de sus propias películas, Neville mantuvo el tono en los años siguientes, con filmes de interés como sus adaptaciones de Nada, de Carmen Laforet, o El señor Esteve, de Santiago Rusiñol, para cerrar la década con otra de sus obras mayores: la chaplinesca El último caballo, protagonizada por un Fernán-Gómez que luego se revelaría como un discípulo aventajado del madrileño.

Apenas dos años después, en 1952, Neville completó otra de sus películas más singulares: Duende y misterio del flamenco, documental que recorre las artes del cante grande, con la actuación estelar de Antonio Ruiz Soler, en el que Neville integró un homenaje a su amigo Federico García Lorca y que cuenta con un memorable cameo del diestro Juan Belmonte, en el mismo lugar donde diez años después se quitaría la vida.

La carrera cinematográfica de Neville entró en declive tras el varapalo económico que supuso la coproducción de La ironía del dinero, que le llevó a cerrar su productora y centrarse en su faceta como dramaturgo y director teatral, en la que se adentró tras el éxito de El baile. Sin embargo, al final de la década de los cincuenta pudo retornar al mundo del cine para dirigir la muy estimable adaptación de El baile y la que sería su última película, Mi calle, un recorrido sentimental por medio siglo de historia de Madrid.

Tras su muerte, el 23 de abril de 1967, y siguiendo la argumentación de John Hopewell: "Su herencia cinematográfica fue amnésicamente olvidada". De hecho, su cine sólo se comenzó a valorar en su justa medida en la década de los noventa del pasado siglo, aunque a costa de un lavado ideológico de su figura que le situó poco menos que como un rebelde dentro del régimen franquista. Una interpretación de su vida y su obra inexacta, ya que su disidencia fue más cultural que ideológica, y del todo innecesaria, a la vista de su obra.

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