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OBSERVATORIO

Difamación oficial

El Código Penal define la injuria como "la acción o expresión que lesiona la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación".

No son pocas las dudas que se plantean hoy al aplicar esta norma, sobre todo porque la Constitución reconoce el derecho "a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión", lo que legitima la publicación de muchas informaciones que lesionan la fama o prestigio de las personas a las que se refieren, siempre que el asunto sea de interés público, y especialmente cuando el afectado ostenta un cargo político, que comporta una menor protección del derecho al honor y un sometimiento agravado a la crítica pública.

La problemática se ha hecho mucho más rica en los últimos años, como sabe cualquier profesional con experiencia en este campo. En primer lugar, porque la crítica pública ya no se desenvuelve sólo en los medios de comunicación tradicionales, profesionalizados (prensa escrita, radio, televisión), sino también en blogs y páginas de internet de todo tipo, que reclaman que sus contenidos sean considerados "información" al mismo nivel que la publicada en la prensa. Por otro lado, siempre se ha considerado que sólo los jueces civiles y penales pueden discriminar entre información e injuria, al tratarse de una delicada operación que afecta a derechos fundamentales (honor/libertad de información) y que por ello equivale en términos jurídicos a una intervención "a corazón abierto". Sin embargo, en los últimos años proliferan las autoridades administrativas (sobre todo autonómicas) que sancionan los "excesos" de los medios de comunicación (los denominados "discursos del odio"), algo que resulta más que discutible. Por último, la injuria es mucho más dañina e insidiosa tras la aparición de internet, porque si antes se decía que "los periódicos de hoy llenarán la basura de mañana", ahora lo publicado sobre una persona flota permanentemente en la red como un curriculum vitae de autoría colectiva, siempre al alcance de quien acuda a un buscador, salvo que se ejerza con éxito el problemático "derecho al olvido".

En algunos casos es el propio Estado el que "injuria" o "difama" (literalmente) a un ciudadano, mediante la publicación oficial de un hecho que le desacredita, que menoscaba su fama o que atenta contra su propia estimación. En efecto, no son pocas las leyes que, al establecer el abanico de sanciones aplicable a quienes infringen sus preceptos, permiten u ordenan que se publique (normalmente, en un boletín oficial) el nombre de los que han cometido determinadas infracciones. El Código Penal regula la publicación de las sentencias condenatorias en algunos casos, pero es más frecuente y suscita más problemas en el territorio de las sanciones administrativas, como ocurre en materia de protección a los consumidores, blanqueo de capitales, mercado de valores, comercio interior o distribución de seguros.

Como siempre sucede con las sanciones administrativas, el hecho de que no se regulen en un código único, sino cada una en una ley sectorial, a veces estatal y a veces autonómica (por un lado las tributarias, por otro las de urbanismo, en otra ley las de consumidores, etcétera), provoca constantes incoherencias y desproporciones. La publicación del nombre de los infractores se prevé en unos ámbitos y no en otros, o se prevé de un modo o de otro, con grandes diferencias que no están justificadas. Una de las carencias más claras del derecho español es una ley general sobre las sanciones administrativas, que, aunque no contenga el catálogo de todas las infracciones y sanciones (como sería deseable), al menos fije las reglas generales que deben seguirse en todos los casos en su imposición.

Una de las consecuencias de esa especie de babel legislativa es que, por extraño que parezca, en unos supuestos se reconoce que la publicación es una sanción, un castigo, y se aplican las garantías jurídicas inherentes a ellas, mientras que en otros el legislador y/o los tribunales rechazan que se trate de una sanción y no aplican esas garantías. Por ejemplo: cuando se aprueba una ley que ordena la publicación en el BOE del nombre de las personas a las que se imponga una sanción muy grave por parte de la CNMV, ¿se pueden publicar las sanciones que se impongan a partir de la entrada en vigor de esa norma, o hace falta que también la infracción se haya cometido después de la entrada en vigor de la ley que prevé la publicación? Si la publicación del nombre del infractor constituye una sanción, un castigo, la respuesta ha de ser necesariamente la segunda, puesto que a nadie se le puede imponer una pena o sanción que no estuviera legalmente prevista cuando cometió la infracción. Sólo se puede imponer al sujeto una pena con la que podía y debía contar cuando cometió la infracción, no una sanción aprobada con posterioridad y con la que no pudiera contar.

Pues bien, esta cuestión básica es otro galimatías en la jurisprudencia. Algunas normas dejan claro que la publicación del nombre del infractor es una sanción (adicional, normalmente, a la multa, aunque no necesariamente), pero otras no lo dejan tan claro, lo que permitió al Tribunal Supremo, en 2009 (y no ha cambiado su criterio), y a la Administración hasta el día de hoy, sostener que la publicación no es una sanción, de modo que no sólo puede aplicarse retroactivamente (a infracciones cometidas antes de su entrada en vigor), sino que tampoco se aplican las demás garantías propias de las sanciones, como por ejemplo la exigencia de culpabilidad o la aplicación de un procedimiento especial, que prevé una mayor protección del ciudadano.

En esta misma línea, mientras que es relativamente fácil obtener la suspensión cautelar de las sanciones administrativas durante la tramitación del pleito en el que se discute su validez en los tribunales, la suspensión es mucho más difícil de obtener en el caso de otros actos administrativos, aunque sean igualmente desfavorables para el ciudadano. Tratándose de la publicación, la suspensión cautelar es vital, puesto que una vez producida la publicación el daño ya está hecho. Sin embargo, hasta hoy los tribunales vienen denegando la suspensión cautelar con el argumento de que la publicación no es una sanción, lo que resulta, en mi opinión, muy discutible, puesto que su función no es otra que causar daño al infractor para disuadirle de la comisión de la infracción y para que también otros se abstengan de cometerla, y ésa es la finalidad propia de cualquier sanción.

Uno de los problemas de esta sanción es su carácter virtualmente "perpetuo", derivado de esa permanencia en la red de las informaciones que en cualquier momento han sido incorporadas a alguna página web. El Estado de derecho exige que las penas y sanciones tengan un contenido concreto y delimitado, como ocurre con las multas o con las suspensiones temporales. La norma (aprobada en 2015) que regula la publicación de las "listas de deudores" a la Hacienda Pública ya tiene en cuenta este problema, y dispone que deberán "adoptarse las medidas necesarias para impedir la indexación de su contenido a través de motores de búsqueda en internet" y que "los listados dejarán de ser accesibles una vez transcurridos tres meses desde la fecha de publicación". Ninguna de estas cautelas se prevé, en cambio, en las normas que regulan la publicación de las sanciones.

Y no es por desconocimiento o falta de medios técnicos, porque es relativamente fácil para una página web (como, por ejemplo, la del BOE) conseguir que determinados contenidos no sean "encontrados" por los buscadores. De hecho, toda página (también la del BOE) tiene un archivo en el que figuran esos contenidos excluidos. Ese archivo (y sus contenidos) es accesible, no a través de los buscadores, pero sí para quien, con algunos conocimientos técnicos, lo busque directamente, lo que ha permitido que se conozca (y se haya publicado en la prensa) cuáles son los contenidos "censurados" por el BOE, dándoles, paradójicamente, nueva publicidad. Esta peripecia permite concluir que debería existir un procedimiento reglado para la cancelación de antecedentes en los boletines oficiales, en lugar de ese mecanismo vergonzante y carente de garantías. Además, esa cancelación resulta muy defectuosa, no sólo porque, como hemos visto, es relativamente fácil de descubrir y anular, sino también porque, aunque se cancelen los antecedentes publicados en el BOE, no pueden suprimirse de todas las páginas que se hayan hecho eco de aquella publicación inicial, lo que seguramente debe tenerse en cuenta por el legislador cuando quiera servirse de esa forma de sanción para atemorizar a posibles infractores.

El viejo código de las Siete Partidas (terminado en torno a 1265) disponía que la menor de las siete penas aplicables "a los que cometen yerros" consistía en ponerlos en la picota "por deshonra de ellos". Mucho tiempo ha pasado desde entonces: es cierto que las picotas se han convertido en piezas de museo, pero también lo es que todos llevamos una en el bolsillo.

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