Tenemos a los dalinianos en vilo. La apertura anoche de su tumba en el Museo de Figueres y la extracción de muestras de su cuerpo para comprobar una paternidad que, en caso de confirmarse, no sólo va a tener consecuencias para su legado, sino también para los que han mantenido que el artista estaba en exclusiva en la especialidad del vouyerismo, sobrepasado, en todo caso, por la relación -no consumada, dicen- con García Lorca. De probarse la reclamación de la hija-vidente, nos encontraríamos con un montón de bibliografía en veremos, colmatada de afirmaciones contundentes sobre su virginidad y sus solitarios mientras Gala disfrutaba con amantes varones y hembras. La recolecta de pruebas tan orgánicas como sus uñas parece una segunda parte del método paranoico-critico de Dalí: el artista se resiste a caer por debajo de los cimientos y ofrece un nuevo desafío a los que pretenden saber. Más allá de toda la fanfarría publicitaria de la que se rodeó el creador para alimentar su mito, hay que reconocer que la apertura de su sepultura para conocer si es padre o no es lo más humano que ha sucedido en torno a su figura. Perdón. También está el incendio de su habitación en Pubol en 1984 con quemaduras leves. Ya era un anciano de lapsus con los buitres revoloteando sobre su cabeza. Todo lo demás fue trabajar e inventar sobre su vida, y levantar pieza a pieza una piñata de desvaríos conectados con su codicia de avida dollars. De pronto, una señora, que puede estar loca o no, pero que tiene unos derechos, dice que Dalí mantuvo una relación con su madre y que ella es el fruto del coito. Dentro de unos veinte días se sabrá si hay que revisar o no la biografía del pintor para situar esta relación. En caso de que todo fuese un fiasco siempre queda ahí la hipótesis de que el sexo le resultaba asqueroso. Aún hay tiempo para descubrirlo.
