He leído una noticia asombrosa que, por supuesto, no se relaciona con Fernando Clavijo ni Asier Antona, ni siquiera con la épica llamada a las barricadas de Juan Fernando López Aguilar. Al parecer un sujeto que caminaba por el campo le propinó una patada a un conejo. Alguien -quizás el mismo idiota de la patada- lo fotografió o grabó, a continuación se difundió en las redes sociales y ahora la Guardia Civil va tras su pista. La Benemérita, incluso, agradece toda la información adicional que cualquiera pueda ofrecer para atrapar al criminal. Por supuesto encuentro desagradable que alguien propine una patada a un pobre conejo, si no es porque le impulse el hambre y quiera devorarlo. Pero sospecho que esto último tampoco debe estar bien visto. En cualquier caso me deja estupefacto que se pretenda detener y encarcelar a un ciudadano por largarle una patada a un bicho orejudo. ¿Por qué no se enchi-rona al que en el restaurante más cercano esté devorando un bistec? Puede que no haya pateado a una vaca nunca. Pero se las come.

La ridiculez animalista es más peligrosa e insidiosa de lo que parece. Porque los animalistas esperan, en un futuro no demasiado largo, que en los restaurantes no pueda pedirse un bistec y que los que caigan en la tentación de consumirlo -los que esnifarán carne en lugar de farlopa- sean enchironados sin fianza, porque son peores que Ángel María Villar y Juan Padrón juntos, que quizás hayan roba-do a mansalva, pero a los que nadie ha fotografiado pateando a un cuadrúpedo, federado o no. Ese es, precisamente el siguiente paso. Una vez eliminados los animales de las plazas de toros y de los espectáculos circenses deben desaparecer de los mataderos para ser sustituidos por coliflores. Los que suscriben estos sueños vegetarianos suelen desplegar mirada vidriosa que está menos causada por la avitaminosis que por la imbecilidad.

La ética es humanista porque solo el ser humano puede construir un proyecto moral -político, social, artístico- en el que reconocerse y reconocer al otro. Los animales no son portadores de derechos, de la misma manera que no tienen deberes. Propongo seleccionar equipos de animalistas y tirarlos en paracaídas sobre alguna selva tropical para que pudieran comprobar in situ que las bestias que comparten los imperativos kantianos o reconocen la Carta de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas constituyen una minoría inapreciable. Solo hay una razón para rechazar la crueldad sobre los animales: impedir el embrutecimiento de la sensibilidad, la mala educación emocional, el gusto por el sufrimiento que puede trasladar de los conejos (siempre prescindibles) a los seres humanos (asombrosamente únicos). Los conejos no merecen ni un tirón de orejas, pero me temo que más de un arriscado y vehemente animalista sí.