La Provincia - Diario de Las Palmas

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reflexión

Gravedad o luz

El investigador sevillano Pablo Toribio ha publicado una edición de los escritos teológicos de Newton que nos ofrece una imagen del genio inglés muy diferente a la fabricada por la ilustración europea (Kant y Voltaire en lo fundamental). Hasta hace muy poco las investigaciones alquímicas y teológicas de Newton se ponían en duda, eran prácticamente desconocidas o se atribuían a una mente senil. Nadie hacía mucho caso al hecho de que para Newton sus trabajos teológicos fueran más importantes que los físicos o matemáticos. Se consideraba una anécdota pintoresca, a lo sumo una excentricidad que embellece u oscurece, según el talante de cada cual, la figura del genio. Su colega de Cambridge, el platónico Henry More, dejó escrito que Newton tenía generalmente un aspecto meditativo y melancólico, pero que cuando hablaba de historia de las religiones o exégesis bíblica su rostro se tornaba alegre y vivaz. No obstante, guardaba celosamente sus pensamientos al respecto, y sólo a partir de 1688 empezó a compartirlos confidencialmente con un pequeño círculo de colaboradores. El miedo del propio Newton a que se conocieran sus opiniones heréticas y la influencia de Kant y Voltaire han tenido mucho que ver en la imagen que la Ilustración trasmitió del genio inglés. Una imagen de la que todavía no nos hemos desembarazado. Sólo hasta el último tercio del pasado siglo estuvieron disponibles algunos de sus trabajos "no científicos" y todavía falta por publicar buena parte de lo que dejó inédito. En 1936, el earl de Portsmouth subastó sus manuscritos, que fueron a parar a diversos compradores. Dos hombres se dedicaron después a reunirlos. El economista John Maynard Keynes se hizo con los manuscritos alquímicos. Abraham Shalom Yahuda, natural de Jerusalén pero perteneciente a una familia cultivada de Bagdad, se hizo con los teológicos. La colección Yahuda, actualmente en la Biblioteca Nacional de Jerusalén, contiene numerosos escritos de exégesis y cronología bíblica, así como de historial universal y de la Iglesia. Investigaciones todas ellas orientadas a mostrar que la cristiandad vive en el error de la idolatría, ilustrada por el culto a los santos y la Trinidad. Un estado transitorio que forma parte de un periodo de corrupción y purificación previsto por la divinidad.

Newton fue un muchacho privado de afecto a una edad temprana. Su padre muere antes de su nacimiento y su madre lo abandona con sólo tres años al contraer matrimonio con un clérigo anglicano que no lo quiere en su casa. Esa orfandad se transformará en una búsqueda incesante. En ningún momento de su vida dejará de investigar y preguntar a la naturaleza. No le importa estar sólo o aislado, ni siquiera le importa, sobre todo en su juventud, el reconocimiento. No tiene prisa en publicar, fundamentalmente porque no quiere ser molestado por las controversias que puedan suscitar sus ideas. El día de Pentecostés de 1662 redacta en Cambridge una lista de pecados que ilustra el carácter traumático de su infancia. Una exacerbación de la figura del Padre que lo acercará a la "herejía arquetípica". Estudia en profundidad la vida y el pensamiento de Arrio, que en la Europa de su tiempo tiene por sucesores a Miguel Servet, Fausto Socino y Giordano Bruno. Servet negaba la formulación ortodoxa de la Trinidad, Socino la divinidad natural de Cristo y Bruno creía en un número infinito de mundos, lo que reducía el papel redentor de Cristo. Newton ha nacido un año después de que Galileo muera en su villa de Arceti, bajo arresto domiciliario prescrito por el Santo Oficio. Vive una época en la que los antitrinitaristas proliferan por Inglaterra y en la que el régimen de Oliver Cromwell ha promulgado la pena de muerte para quien niegue la Trinidad. Una atmósfera que lo condenaría al ostracismo, si se conocieran sus ideas sobre éste y otros dogmas, y, también, una circunstancia que hará que nunca salga del armario teológico y que se acerque a las tradiciones herméticas, cuya influencia en el desarrollo científico empieza a reconocerse ahora.

La dedicación de Newton a la alquimia no debería sorprender o resultar estridente. La búsqueda de la fuerza que vivifica y cohesiona lo más pequeño se corresponde con la búsqueda de la fuerza que acompasa astros y galaxias. La escala de observación crea el fenómeno. Newton busca un éter (el brazo de Dios) que sea responsable tanto de los colores de la luz como de la fuerza de la gravedad (ese etnocentrismo tan necesario para la vida), y eso explica la diversidad de sus campos de estudio. Luz y gravedad forman parte de un mismo proyecto: el encuentro con lo divino. Su universo es poliédrico y multidisciplinar, no el mero mecanismo azaroso que acabará filtrando y proyectando la Edad Moderna. Ha leído a los principales alquimistas de su tiempo, conoce la ilustración rosacruz y ha instalado un pequeño laboratorio en sus habitaciones del Trinity, provisto de hornos y de materiales para la experimentación alquímica. Un interés que no decaerá en ningún momento a lo largo de su vida y al que se entrega con menos de 30 años. De ahí que, strictu sensu, Newton no sea un filósofo mecanicista, aunque contribuyó como ningún otro al establecimiento de las pautas de la filosofía natural (que era como entonces se llamaba a la física), y en cierta medida puede decirse que sus reservas hicieron que esta disciplina sea lo que es ahora. Sin embargo, siempre fue muy consciente de que la física no bastaba para dar cuenta del enigma del mundo y la existencia.

Para Newton resultaba fundamental que la materia dependiera de la voluntad divina. En ningún caso podría considerarse un mero mecanismo desconectado de Dios. La alquimia era la que permitía ilustrar esa dependencia, de ahí que sus investigaciones en este campo no puedan desligarse de las teológicas y formen parte de un mismo proyecto gnoseológico. En sus observaciones sobre las profecías, el genio del cálculo dejó algunas trazas de misticismo: "La autoridad de emperadores, reyes y príncipes es humana, la autoridad de los concilios, sínodos, arzobispos y presbíteros es humana, pero la autoridad de los profetas es divina, y comprende la suma de la religión, incluyendo a Moisés y los apóstoles entre los Profetas, y sea maldito cualquier ángel del cielo que predique un evangelio diferente". Había una verdad revelada y su misión era identificar su dignidad y significado. Voltaire, el gran valedor de Newton en París, lo reconocerá de inmediato: el inglés no sólo estaba íntimamente convencido de la existencia de un Dios omnipotente, eterno, infinito y creador, sino también un Maestro que mantenía una relación con sus criaturas y que, sin esa relación, el conocimiento de Dios sería estéril y dejaría al hombre huérfano de moral y virtud.

La alquimia, la cronología bíblica o la historia de las profecías fueron las disciplinas que permitían rastrear la actividad divina a lo largo del tiempo. Como apunta Toribio, "la antigua metáfora de los dos libros de Dios (la Naturaleza y las Escrituras) simboliza bien la unidad de los estudios naturales, alquímicos e históricos de Isaac Newton". Una unidad que acabará disolviéndose en la Ilustración, que entiende que la Revolución científica exige potenciar unos estudios y silenciar otros, y que inaugura una querella entre tecnócratas y humanistas que llega hasta nuestros días. Pero Newton vive y piensa antes de esa escisión. Tiene muy claro que la correcta interpretación de las experiencias visionarias de los profetas arroja luz sobre los designios de la voluntad divina y también que él es uno de los pocos capacitados para descifrar esos códigos. De hecho, el conocimiento histórico más antiguo y fiable procede de la Biblia, cuyas fuentes eran anteriores a las egipcias, griegas o babilonias. Está convencido de que la primera civilización fue la hebrea y todas las demás provienen de ella. Ahora bien, aunque el Antiguo Testamento permitiera conocer el plan trazado por la divinidad, Newton consideraba que no era legítimo ni inteligente tratar de anticipar los acontecimientos. Su análisis de las profecías es post facto y su único objetivo es mostrar que el curso de la historia está guiado por la Providencia. La divinidad ha preparado y conoce la secuencia completa de los hechos y nuestro deber (la agenda teológica de Newton) es apercibirnos a posteriori de ello. Sólo con la segunda venida de Cristo podremos entender todas las profecías. En la biblioteca de Newton se encontrarían a su muerte un centenar de biblias y estudios bíblicos, y hoy sabemos que llegó a comparar 25 versiones griegas del Apocalipsis de Juan, conocido también como el Libro de la Revelación, aunque desconfiaba del uso de la profecía para indagar el porvenir: "La locura de los intérpretes ha sido predecir momentos y acontecimientos mediante esta Profecía, como si Dios hubiese planeado hacerlos profetas. Con esa temeridad no sólo se ponen en evidencia ellos mismos, sino que desprestigian también a la Profecía".

En la balanza entre la gravedad y la luz, su alma se inclinaba por la primera. Newton fue un firme creyente en la omnipotencia y dominio de Dios (la temprana orfandad seguramente reforzó esta creencia). En el escolio general de los Principia escribe: "Él lo rige todo, no como alma del mundo, sino como dueño de todos". Y más adelante: "El término mismo dios significa dueño y la dominación de un ente espiritual constituye un dios". Va en el talante y podemos aventurar, a riesgo de equivocarnos, que se trató de una elección inconsciente. Newton vino al mundo con la cuestión resuelta. Hay quienes, como él, experimentan vivamente el temor de Dios y quienes experimentan de modo natural su complicidad y simpatía (su participación en lo divino). En todo caso, dedicó sus esfuerzos a establecer las etapas que había seguido el diálogo con el Supremo. Dios había revelado a los hijos de Noé tanto la religión verdadera como la ciencia natural verdadera. Con el tiempo las naciones habían corrompido ese legado, cayendo en la idolatría y divinización de héroes y reyes del pasado. La ciencia natural acabó desvirtuada cuando se asociaron los planetas con los dioses pero, como en el mundo oriental, la humanidad se encontraba sujeta a ciclos recurrentes de corrupción y purificación y la religión judía fue en este sentido un periodo de renovación, ejemplificado en el Templo de Salomón, que fue al mismo tiempo símbolo matemático, profético y cósmico. Newton saltaba con naturalidad por encima de la brecha epistemológica que la Ilustración erigió (en buena medida debido a su influencia) entre física y mística (en la Europa de su tiempo teólogos y físicos hablaban un mismo idioma, el latín). La figura de Jesucristo vendría a reformar la religión de Moisés, pero la pureza del cristianismo original acabaría por corromperse y paganizarse, una corrupción que vendría de la mano de Atanasio de Alejandría. Todas esas investigaciones teológicas tendrían su influencia en los Principia. De hecho, Newton se planteó introducir en su obra magna citas de clásicos grecolatinos que confirmaban que los antiguos presocráticos conocían la teoría copernicana y la gravitación universal. Procedía al modo oriental: él no inventaba nada.

En 1703 muere Robert Hooke y Newton es nombrado presidente de la Royal Society. Un año después publica su Opticks, que ha mantenido inédita para protegerla de las críticas de Hooke. La traducción latina de Samuel Clarke contiene los primeros enunciados teológicos que Newton hace públicos: el espacio absoluto es el sensorio de Dios (el modo en el que Dios se mantiene en contacto con las cosas). El espacio es el tacto divino mientras que el tiempo sería su aliento (ambos absolutos). Mediante éste la divinidad ejerce su dominio providencial sobre el cosmos. El universo no puede explicarse sin la intervención constante del Padre que lo sostiene y guía (una pulsión genealógica que se ha asociado a la búsqueda del padre perdido y el hecho de que Newton no lo fuera seguramente contribuyó a magnificar esta figura arquetípica). Podemos conocer los fenómenos de la naturaleza, pero sus causas últimas, como en el caso de la gravedad, permanecen ocultas, pues dependen de la libre voluntad divina. No obstante, en 1713, en la segunda edición de los Principia, escribe: "Hemos explicado los fenómenos del cielo y las mareas mediante el poder de la gravedad, pero no hemos imaginado ninguna causa de ese poder. Hasta ahora no he podido descubrirlo y yo no fraguo hipótesis (Hypotheses non fingo). Pues cuanto no esté deducido de los fenómenos hay que llamarlo hipótesis, y las hipótesis, ya sean físicas o metafísicas, sean de cualidades ocultas o mecánicas, no tienen cabida en la filosofía experimental, donde las proposiciones son inferidas de los fenómenos y luego generalizadas por inducción y no se admite lo que no proceda de los experimentos". Para Newton era evidente que la causa oculta de la gravedad, en este caso metafísica, era Dios, pero no procedía mencionarla en este contexto. Él no se dedica a contar fábulas ni a crear ficciones y las "hypotheses" son eso, cuentos de carácter imaginario. La época de la fabricación de sueños concluye con él (otros sueños los reemplazan, pero no lo sabe). De hecho, el propio Newton, además de las metafísicas, fraguará unas cuantas hipótesis mecánicas. Entre ellas destaca la noción de "corpúsculo" con sus cualidades primarias de dureza, movilidad e impenetrabilidad o la suposición de una fuerza innata de la materia (vis insita), que es el axioma primero del movimiento (que explica el movimiento pero que permanece ella misma inexplicada).

Sobre la sensibilidad divina (la más interesante de sus hipótesis metafísicas) versa el epistolario entre Clarke y Leibniz. Clarke es un discípulo de Newton que como teólogo ha publicado estudios sobre el cristianismo primitivo en los que ha manifestado su antitrinitarismo, que considera compatible con el credo anglicano. Terminará siendo obligado a retractarse. El sucesor de Newton en la cátedra lucasiana, William Whiston, será expulsado de Cambridge por defender el arrianismo. En otros proyectos teológicos inacabados, donde se identifica a paganos, gnósticos y cabalistas como los corruptores de la religión verdadera, Newton aparece vinculado al latitudinarismo, un movimiento anglicano que subordinaba la especulación teológica al ejercicio moral y el entendimiento racional. En el Irenicum, que sigue la tradición pacifista de Erasmo, distingue entre creencias fundamentales y accesorias (las primeras son como la leche para los niños, las segundas los alimentos sólidos del adulto). Los fundamentos de la religión verdadera son pocos y muy parecidos a las creencias de los hijos de Noé. Esa "leche infantil" sería lo único necesario para la salvación. Mientras que las cuestiones accesorias, como la naturaleza del Padre y el Hijo, si hubo un tiempo en que Cristo no existía o el destino del alma después de la muerte, no deberían ser impuestas por ninguna Iglesia. Su disquisición queda reservada a los expertos y en ningún caso debería ser causa de persecución o excomunión.

La reciente reconstrucción de la biografía intelectual de Newton, héroe de la Revolución científica, su firme creencia en la experiencia visionaria y mística de los profetas hebreos, exige algunas consideraciones finales. Sus manuscritos alquímicos, de los que no hemos hablado aquí, llenarían varios volúmenes. En ellos puede apreciarse su familiaridad con el vocabulario de los místicos. De hecho, es muy probable que fuera la alquimia la que despertó su interés por las experiencias extáticas de los profetas. La pregunta esencial era cómo traducir ese tipo de experiencias, como las de su admirado Ezequiel, a conceptos e ideas que pudieran representarse aquellos que, como él, no habían sido dignos de la revelación o no estaban preparados para escuchar el mensaje divino.

Newton en cierto sentido fue un profeta, pero a su pesar. La discreción que mantuvo sobre sus opiniones hizo que anticipara y proyectara sobre la Ilustración una visión del mundo que, paradójicamente, no era la suya. Fue un hombre consagrado a descifrar el sentido del mundo y cuyo campo de acción no se limitó a la física mecanicista (disciplina que le parecía a todas luces insuficiente para lograrlo). Newton estaba convencido de que los antiguos profetas habían tocado realidad y se entregó con denuedo al estudio de las profecías de Daniel, el ritual judío, el templo de Salomón y el Apocalipsis de Juan. Su objetivo último fue mostrar que el cristianismo original había sido corrompido tras el Concilio de Nicea, del que salió victoriosa la bestia bicorne, asociada a los obispos de Roma y Alejandría, que profesaban la creencia idólatra en la eternidad de Cristo y en la consustancialidad del Padre con el Hijo. Hoy sabemos, o creemos saber, que aquellos agrios debates sobre la naturaleza de Cristo, como en la mayoría de las llamadas "guerras de religión", fueron el pretexto de la eterna lucha por el poder entre diferentes familias (no importa si se ven a sí mismas con vínculos sanguíneos, ideológicos o religiosos). Que Newton identificara al eje eclesiástico de Roma y Alejandría como la bestia bicorne del Apocalipsis, o que su héroe de la religión verdadera fuera el derrotado Arrio (cuya fe representaba a la mayoría del orbe cristiano y que hacía de Cristo una creación del Padre), no nos parece tan significativo como su firme convicción de que los antiguos profetas habían expresado la voluntad divina y que en sus éxtasis visionarios podía leerse algo de la verdad de este mundo. Lo que está en juego aquí no son las creencias de Newton, o la querella entre papistas y arrianos, sino la elección entre el mundo chato y ciego del mecanicismo y un mundo donde cabe una revelación significativa y cierta.

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