Es realmente notable el silencio de las organizaciones ecologistas alrededor de la proliferación de colonias de cianobacterias (vulgo microalgas) en las playas y aguas costeras de varias islas. Salvo el insensato exabrupto de algún portavoz habitualmente apocalíptico -ha llegado a afirmar que las cianobacterias "solo se encuentran en las alcantarillas"- los ecologistas guardan un discreto silencio. Es cierto que el imaginario del ecologismo patrio se ha basado, sustancialmente, en la denuncia del cemento y el hormigón que destruyen nuestros ecosistemas y paisajes. Basta recordar que la más popular de las batallas medioambientalistas hasta el rechazo a los sondeos de Repsol en las proximidades de Canarias consistió en oponerse al trazado inicial de la red de alta tensión del sur de Tenerife y tuvo como resultado un hermoso paisaje de torretas que transcurren junto a la autopista para siempre jamás. Si sufrimos unos partidos manifiestamente mejorables la calidad de la estrategia y la acción pública de las organizaciones ecologistas en este país no desmerece la agobiante y peligrosa mediocridad de los dirigentes políticos en el poder y en la oposición.

Existe una curiosa relación subterránea entre las lecturas simbólicas de ecologistas críticos y gobernantes coalicioneros sobre la realidad isleña, un relato parcialmente común que exalta un ruralismo bucólico y sentimental: un conjunto de bellezas bajo peligro inminente de extinción para los primeros y un fetiche identitario para los segundos. Por suerte y por desgracia Canarias ya no es eso: un prostituido paraíso a punto de sucumbir por la codicia turística e inmobiliaria o un paraíso por venir gracias a maravillosos proyectos turísticos e inmobiliarios. Si se pretende entender Canarias -y en particular las islas más pobladas y económicamente vivas- debe asumirse su verdadero rostro. No somos un jardín de bellezas sin par, sino un conjunto de islas-ciudades que deben pensarse, criticarse y proyectarse como tales. Y sin abandonar por un instante la más feroz defensa de la integridad de parques, espacios naturales y parajes protegidos, la prioridad política y social debe basarse en el desarrollo de una ecología urbana y, más concretamente, en una gestión eficaz y eficiente de los residuos, tanto las aguas como las basuras, un capítulo olvidado en la flaca memoria de nuestros hediondos detritus. Se protesta y gimotea por la construcción de cualquier hotel, pero nuestra indiferencia sobre dónde metemos nuestra propia mierda es exquisita.

Las colonias de cianobacterias no tienen una relación causal con los vertidos de aguas residuales. Son una nueva advertencia sobre la elevación de la temperatura de las aguas del Atlántico, como lo han sido la aparición de una fauna marina que hace pocas décadas no se podía detectar por estos pagos, un menor e incómodo heraldo del cambio climático. Pero si contra el cambio climático podemos hacer algo, precisamente, es racionalizar nuestro consumo energético, implementar las energías renovables y gestionar basuras y aguas residuales de manera sostenible. El Gobierno autonómico puede tener razón en asegurar que no hay motivo de preocupación por las cianobacterias en las playas, ciertamente, pero esa feliz pachorra no puede servir de pretexto para la intolerable inexistencia de una política de gestión de residuos planificada con cabildos y ayuntamientos y con la exigencia de participación de los empresarios turísticos y hoteleros.