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opinión

Por una ciudad abierta tras Barcelona

Las medidas contra el terrorismo no solo deben medirse por su eficacia, sino sobre todo por el sometimiento implícito que revelan a los designios de los asesinos. En breve, ¿prefiere ISIS una Barcelona con las Ramblas rodeadas por un muro de hormigón, o despejadas como hasta ahora? Por tanto, la fortificación ilimitada es una victoria de los terroristas islámicos.

La exaltación de una seguridad falible, que no ha evitado atentados en todas las capitales europeas, obliga a salir en defensa de un entorno urbano sin bolardos. Occidente viene representado por la ciudad abierta, no definida por el miedo. De ahí que sea precisamente atacada por ISIS. Ni Barcelona ni el resto de Europa deben entregar al Estado Islámico el diseño urbanístico de sus ciudades. La libanización con obstáculos del paisaje ciudadano, la reconversión de las capitales españolas en una sucursal de la embajada estadounidense en Bagdad, equivale a una rendición.

Sin entrar en la imaginería que pretenden implantar los terroristas, los bolardos, maceteros y barreras antiestéticas compiten con las horripilantes terrazas en su degradación de la imagen urbana. Lo ha comprobado cualquier viajero reciente a Londres o París. No se pretende proteger a los ciudadanos, sino arrebatarles la propiedad del ámbito público. Vivir a cara descubierta implica un riesgo. Cuando la seguridad se emplea para estrangular a la libertad, sufren ambas.

Los atentados terroristas son política, por su motivación y por abrupto que resulte constatarlo con la sangre todavía reciente. Esta vertiente se capta mejor al analizar acciones violentas a un siglo de distancia. En este orden de la interpretación, cuando la llamada Comisión Islámica condena "todo tipo de terrorismo", está esquivando el rechazo concreto al asesinato en masa perpetrado el jueves en Las Ramblas.

En la política estatal, la mera constatación de que el vicepresidente estadounidense Mike Pence compareció delante de la prensa mucho antes que Rajoy, invita a alguna preocupación. Mientras la alcaldesa parisina Anne Hidalgo decretaba el apagado de la iluminación nocturna de la torre Eiffel como muestra de duelo, ni el jefe de Estado ni el jefe de Gobierno del país atacado por ISIS habían tranquilizado en persona a sus ciudadanos. El jefe del ejecutivo anunció a medianoche que había viajado a Barcelona "en cuanto he podido". Sin embargo, en el lugar de su merecido veraneo también disponen de cámaras, mediante las que grabar un mensaje tranquilizador con una corbata improvisada. Durante siete tensas horas, el Estado no solo desapareció de Barcelona, sino del conjunto de España. Por trágicas que fueran las circunstancias, Puigdemont, Jonqueras y Colau patrimonializaron en prime time la información sobre lo ocurrido. No solo hacia el interior, sino con vistas al mundo entero. Ni siquiera el síndrome del 11-M que acucia lógicamente a Rajoy sirve de excusa.

Al menos trece personas fallecieron mientras paseaban ociosas por las Ramblas, convertidas en el enemigo encarnizado de ISIS en representación del resto de ciudadanos. El terrorismo islámico ha decretado la guerra a las fórmulas más banales de descanso. Una vez producidos los hechos, la mayoría de periódicos occidentales ofrecieron en sus portadas las imágenes de la carnicería, con las víctimas abatidas en el suelo.

Son fotografías de guerra, porque así lo ha decidido el Estado Islámico. Respetando todas las opciones de informar y de ser informados, las imágenes reflejan con exactitud el grado de la amenaza. Embellecer la realidad no figuró nunca entre los objetivos de la prensa. El privilegio de acceder a la tragedia y reservarse la exclusividad de su contemplación, tampoco. En un suceso que afecta a la entera comunidad planetaria, retirar datos supone un camuflaje muy discutible. La dimensión adicional que aportan las víctimas es heroica. Es sano reivindicar el derecho a no ver lo que pasó, pero sería más conveniente evaluar los principios ideológicos y teológicos que inspiran una masacre de este tipo, según sus autores.

Los atentados de Barcelona y Cambrils quedaron a medias, sus autores perseguían el centenar de muertos. El comando era absolutamente desconocido para la autoridades. Le Monde señala a España como la 'base' de sustentación del yihadismo.

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