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Martín Alonso

opinión

Martín Alonso

El equilibrio y los ausentes

El equilibrio no reside en el centro. Eso lo sabe bien Donald Trump, que en un intento por disimular su ruindad, hace unos días, intentó ocupar ese lugar en tierra de nadie para convertirlo en la capital mundial del bienqueda: al condenar los actos violentos de Charlottesville el presidente de Estados Unidos puso al mismo nivel, a la hora de repartir responsabilidades, a los supremacistas blancos y a todo ciudadano de bien que se plantó frente a un nazi en la localidad de Virginia. En un caso así, sólo hay una opción: plantarse frente al intolerante, sea cual sea el punto cardinal ideológico a conquistar.

El equilibrio, por tanto, habita en múltiples lugares. Y en el mundo del fútbol, ese alegato, adquiere aún mucho más valor. En un artilugio como un equipo de fútbol, con tantas posiciones concretas, un desajuste en cualquier línea o posición puede desarmar todo sistema con aspiración a funcionar con la precisión de un reloj suizo -tic, tac, tic, tac-. Da igual tener de casi de todo y casi todo bueno si en una zona del campo algo falla. Si eso ocurre, el talento se diluye como el agua por un desagüe. Un buen ejemplo de esa paradoja es, como no, la Unión Deportiva Las Palmas.

Tras meses de espera, con el síndrome de abstinencia por la falta de fútbol por las nubes, la primera impresión, al oír la alineación del equipo en la primera jornada de Liga, nos llevó a muchos la noche del viernes a un elevado nivel de excitación. De repente, al reparar en los nombres que formaban el ataque amarillo, uno asimiló que la UD Las Palmas había juntado en su ataque -como en una buena tarde del PC Fútbol durante el invierno del 95- a Halilovic, Tana, Jonathan Viera, Vitolo y Calleri. La visión de tanto pelotero junto, como la vida misma, poco después llevó al desengaño que suele generar el amor a primera vista: detrás del flechazo inicial suele llegar el palo.

En Mestalla, ante un Valencia que intenta levantarse a partir de Carlos Soler, Marcelino y el murciélago del escudo, la Unión Deportiva fue más mascletá que otra cosa. Puro fuego de artificio. Sin una salida clara de balón, con poco trabajo táctico acumulado, inferior en el despliegue físico, disparatado al defender y necesitado de un futbolista que provocara una conexión entre todo el talento acumulado de medio campo hacia arriba, Las Palmas fue un equipo vulgar, previsible, desequilibrado. Temible -a priori- en ataque, ridículo de veras a la espalda de su delantero, fue presa de un rival feliz al contragolpe.

Sobre el papel, lo fácil, es buscar la falta de equilibrio en el centro, justo donde Lemos naufragó, donde Javi Castellano demostró que la falta de minutos ha encogido su figura, donde a Fabio la responsabilidad le quedó grande y donde nadie mordió para impedir el remate de Zaza en el 1-0. Eso sería como saciarse con el aperitivo. Un error. Pan para hoy, hambre para mañana. Pero el problema está un poco más allá, lejos del terreno de juego: en la planificación de una plantilla que en el mediocentro ha perdido a Roque Mesa y, en menor impacto, a Montoro y en el que figuran dos futbolistas que en los dos últimos años han tenido poco peso dentro del equipo -Javi Castellano y Hernán-. En un negocio tan profesionalizado como el fútbol, con tantos intereses en juego, la improvisación penaliza al alza. Eso habría que decirlo más. Sin miedo.

Pero ante la falta de criterio para dar forma al proyecto -al deportivo; no el empresarial-, sin todo el dinero sobre el campo, frente a la ausencia de los que emigraron -Roque- y a la espera de la mejor versión de los que desaparecieron por el camino -Javi Castellano o Hernán-, uno se agarra a la fe. Cierto que eso no se levanta sobre la lógica, pero el fútbol, a veces, no atiende a la razón. Y en ese caos, la UD Las Palmas aún le queda un comodín: Vicente Gómez. Nadie como él representa el equilibrio en un equipo empeorado -respecto al ejercicio pasado- y en un club tan disparatado. A él, a su talento y a su sentido común hay que agarrarse para encarar el futuro en positivo. No queda otra, por muy pequeño y exagerado que parezca.

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