La Provincia - Diario de Las Palmas

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LA RUEDA DEL NAVEGANTE

El caso del 'Brumas Patagonia'

Habían contactado con La Rueda por primera vez, cuando estaban más o menos a la altura de la Guayana francesa, no recuerdo el año ni el mes, pero creo que fue por el 90.

El Brumas Patagonia, era un catamarán de unos once metros. Venían de Argentina rumbo al Caribe. Sus dos únicos tripulantes eran Bruno Nicoletti, su propietario, nacido en Italia y toda su vida viviendo y trabajando en Argentina, de unos cincuenta años entonces, y el "vasquito", creo que argentino, pero de esta ascendencia como lógicamente se deduce y mucho más joven.

No recuerdo si era su primer viaje con aquel destino; lo cierto es que venían muy felices y contentos después de una remontada con buen tiempo por todo el continente atlántico sudamericano. Estaban aproximadamente a una semana de arribar a Trinidad.

La noche era espléndida; el viento suave del Este y la mar llana, propiciaban una buena cena en aquel ambiente de paz, sosiego y de estrellas refulgentes que parecían adelantarles la bienvenida a tierras próximas a Venezuela.

Como es costumbre, todas las noches contactaba con nosotros para darnos su posición y novedades, haciendo comentarios jocosos y divertidos de su viaje y dándonos noticias de sus progresos.

Bruno, que era con el que habitualmente hablaba por la radio, era tremendamente simpatiquísimo. Tiene una ligera tartamudez que, curiosamente, en su presencia, de bigote a bigote, casi no se le nota. Este ligero defecto que acompañaba con una fonética algo chillona y unos comentarios muy amenos y jocosos, que sabía sacarle a cualquier tema por anodino que fuera, le hacía muy divertido escucharle. Solía tirarle de la lengua para que ampliara cualquier incidencia por nimia que fuera y reírnos con sus ocurrencias y expresiones argentinas.

Tiene una complexión muy fuerte, casi dos metros, unos 120 kilos, y de tez muy morena. Es además un submarinista consumado y siempre lleva el equipo de buceo, que él mismo fabrica en su empresa, para recrearse en aquellas transparentes aguas llenas de vida exótica.

Pasaron varios días sin que contestara a nuestras reiteradas llamadas. Alberto, nuestro corresponsal en Argentina, empezó a inquietarse seriamente y me incitaba a hacer algo. ¿Pero qué podía hacer? Sería una avería de la radio, muy común en las malas instalaciones, rotura de la antena, mal estado de las baterías o insuficiente carga? ¡Qué sé yo! Cualquier cosa de las que ya nos habían sucedido otras veces con otros navegantes y luego, al arribar a puerto, nos llamaban por teléfono para contarnos su problema y el porqué de no haber podido comunicar.

Pensamos que así era, pero por otro lado de haber sido algo grave, como así fue, nada podíamos hacer, pues lo ignorábamos todo por completo. Bruno no llevaba radiobaliza de ningún tipo a bordo, ni balsa salvavidas: lo de siempre; yo jamás me hundiré ni pasaré apuro alguno, piensan todos los navegantes, eso sólo le pasa a los demás.

Los navegantes tarde o temprano nos encontramos por esos puertos de Dios. Independientemente de habernos contado escuetamente el suceso un mes después por teléfono, dos o tres años más tarde, en mi primer regreso en solitario desde el Caribe hacia las Azores y Canarias, coincidimos en el puerto de Horta de la isla de Faial, y ahí me amplió con mucho más detalle y jocosidad lo ocurrido.

Esa plácida noche y debido a que tenían las luces muy bajas por insuficiente carga de baterías, amen de otras cosas de las que no quiso dar detalles, pero que barrunto como una insuficiente vigilancia en zona de cierta intensidad de tráfico de pesqueros y mercantes, fue abordado por uno enorme, que no se enteró de nada y siguió su rumbo dejando el catamarán partido en dos.

Uno de los cascos de la embarcación se hundió, pero el otro quedó a flote boca abajo y fue al que ellos, en esa estrellada noche, se agarraron como inspector de hacienda a la garganta del deudor.

Así estuvieron una semana hasta que la muy oportuna corriente de la Guayana, de unos tres nudos, los llevó cansinamente hasta las costas de Tobago, en donde fueron rescatados por unos pescadores de una solitaria y perdida playa de barlovento, que apreciaron dos bultos negros encima de los restos de algo que flotaba peligrosamente cerca de las rompientes.

Fueron llevados a un hospital para su tratamiento y recuperación total que al cabo de unos tres días los dejó nuevos.

Debido al abordaje, todo salió por el aire al volcar el único casco sobre cuya quilla se aferraban con desesperación. La gran suerte fue que, entre las cosas que salieron flotando, una de ellas y la de más utilidad, era la ropa de buceo, cosa que recuperaron inmediatamente y que se pusieron acto seguido, pues en el mar siempre hace frío y más por las noches y en la humedad del ecuador. Tuvieron mucho cuidado en no producirse herida alguna para evitar que se les infectara.

Los días pasaban con lentísima desesperación, siempre vigilantes ante el posible paso de algún barco providencial. No habían podido recuperar agua ni comida alguna. El hambre y la sed los atormentaba en aquellos calores ecuatoriales y más aún, en la forzada posición de jockey cabalgando, que sólo les permitía ir aferrados boca abajo como lapas, pudiendo levantar únicamente la cabeza.

La fortaleza física de Bruno le hacia soportar mejor aquella negra situación, pero el "vasquito" lo estaba pasando mucho peor. Según me contó Bruno, su compañero empezó a tener delirios, pero eran delirios " pooositivos".

"Che Bruno, hoy me he desayunado dos huevos fritos con bacon, café con tostadas, fruta fresca y por lo menos medio litro de zumo de naranja frío, no tengo muchas ganas de almorzar, me tomaré una cervecita y a la noche haré una buena cena de bifes. ¿Vos como estas?".

Bruno lo miraba entre " espaaantado e incréeeedulo". ¡ Chéee este me come a mí!, y le seguía la corriente diciéndole con su tartamudez más acusada por las circunstancias, que también estaba "lleno," pero de aaaire.

"Lo curioso del caso era que no sé si yo también estaaaaba de de delirando, pero ¡ Cheee el tío en en en engordaaaba!".

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