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la realidad

Plena soberanía

La idea de la plena soberanía es una ficción tan perniciosa como cualquier otra. Hay muy poco de autónomo en cada uno de nosotros y, en cierto sentido, es mejor que sea así

Las nuevas utopías, más o menos de andar por casa, reclaman todas ellas alguna variante de soberanía que nos permita tomar decisiones por nosotros mismos, sin cortapisas de ningún tipo. Sería la consecuencia de una libertad encerrada en un grupo social, como garantía de su identidad. Ser soberanos, para los utopistas, equivale a ser autónomos de un modo casi demiúrgico, divino. Se diría que la realidad es maleable y que, con una simple decisión, podemos cambiar su rostro de un modo inmediato. Recuperar, por ejemplo, las esencias perdidas del pasado -las buenas, claro está, que las malas no las desea nadie- o pretender el ideal de una sociedad perfecta, carente ya de conflictos ideológicos, justa y tolerante, abierta o cerrada según convenga, mesiánica y redimida. No es que la nueva sensibilidad política reniegue de los fundamentos racionales de la democracia, sino que los enfatiza hasta el punto de dinamitarlos. Y, para que nada entorpezca ese anhelo legítimo de justicia que nos priva de la necesaria soberanía, se desmonta el andamiaje de las instituciones, de las leyes, de los parlamentos y de la representación popular. Dejar sólo el músculo de la voz del pueblo, sin la grasa acumulada por siglos de poder. El profesor Arias Maldonado se ha referido en una tribuna en El País a la "democracia iliberal" para caracterizar el sustrato emocional de esta nueva política. "Una democracia", leemos, "que da prioridad al voto popular por encima de los demás componentes del liberalismo democrático: división de poderes, derechos y libertades fundamentales, independencia de los tribunales, imperio de la ley, respeto a las minorías, tolerancia moral y religiosa". Se trata, en definitiva, de una democracia que se autodefine soberana, sin otros peajes reconocidos que la propia voluntad. Aunque, por supuesto, la neurociencia -además de la experiencia acumulada por la Historia- nos enseña que tampoco la conciencia ni la voluntad son autónomas, sino más bien al contrario. De hecho, nacemos, vivimos y morimos con los demás, junto a los demás, frente a los demás, limitados y enriquecidos por los demás.

Saber percibir las bondades de la sofisticación democrática pasa por aprender a madurar en la fragilidad. Hay algo muy hermoso en esta imperfección: primero, porque nos hace dependientes de la lealtad de los demás ciudadanos; y, segundo, porque actúa -al igual que el laicismo- como un referente antimítico, como una fortaleza contra los dogmas ideológicos, sociales y políticos. Olvidar la debilidad constitutiva de la democracia, nos recuerda José María Lassalle en su reciente libro titulado Contra el populismo, "es caer en el error de los profetas y moralistas que pontifican sobre ella sin entenderla, ya que le piden lo imposible: que deje de ser frágil e imperfecta para convertirse en una divinidad política que se autorregenera periódicamente para seguir siendo prístina e infalible ante la mirada sumisa de sus súbditos". No debemos perder de vista estas palabras.

Porque, evidentemente, la plena soberanía de las sociedades es una ficción tan perniciosa como cualquier otra. Hay muy poco de autónomo en cada uno de nosotros y, en cierto modo, es mejor que sea así. Gracias a nuestra dependencia mutua, la evolución nos ha hecho más generosos y solidarios. Gracias a nuestra dependencia mutua, hemos aprendido -no siempre con éxito- a gestionar una realidad que de suyo resulta conflictiva. Gracias a nuestra dependencia mutua, el hombre ha desarrollado el lenguaje, la poesía, el arte, la amistad y el amor. Gracias a nuestra dependencia mutua, la búsqueda de la igualdad y la libertad ha ido fructificando lentamente a través de los siglos. Y, gracias a nuestra dependencia mutua, surgieron el parlamentarismo y las leyes, los procedimientos y las garantías, la defensa de las minorías y de la pluralidad, precisamente porque se comprendió que los enemigos de la libertad son poderosos y se han adentrado profundamente en nuestra psique: el miedo y el deseo de dominar, la envidia y la intolerancia, el sentido tribal y la dicotomía amigo/enemigo. Para empezar a comprendernos a nosotros mismos, conviene regresar a un camino más humilde, sin profetas ni gurús carismáticos. Lo propio de la democracia liberal es el encuentro de diferencias. Y no parece que la modernidad haya descubierto ningún otro método mejor para gestionar nuestros conflictos.

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