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reflexión

El dilema de votar

A mes y medio de la fecha acordada entre las fuerzas soberanistas para que los catalanes se pronuncien sobre su deseo de constituir un estado independiente con forma de república, por extraño que sea en un país familiarizado con las rutinas democráticas, aún no sabemos si habrá votación. Lo impide el sigilo con que viene actuando el Gobierno catalán en relación con este asunto. El Gobierno español aparenta seguridad en su convicción de que no llegará a celebrarse, pero el Govern insiste con la misma firmeza en que nada podrá evitar que las papeletas y las urnas estén dispuestas ese día. El portavoz del ejecutivo autónomo, ante los rumores de una oferta de última hora a cambio de renunciar a la convocatoria, ha dicho alto y claro que la decisión de celebrar la votación es incondicional e irreversible. La insistencia del Gobierno catalán ha hecho dudar a dirigentes socialistas y de Podemos, que asumen la posibilidad de que la votación tenga lugar y en esa eventualidad, particularmente los últimos, no tienen claro si deben llamar a la participación o a la abstención.

En similar tesitura se encuentran muchos catalanes. Una amplia mayoría es partidaria de que se celebre un referéndum, pero dentro de esa mayoría un buen número de electores, en general contrarios a la independencia, sólo aceptan uno que sea legal y pactado con el Gobierno y los partidos estatales. En el caso de que haya votación, será muy importante ver cuál es la actitud de aquellos que abogan por mantener a Cataluña integrada en España. Si introducen la papeleta en la urna, estarán dando valor político al escrutinio de los votos, con todas sus consecuencias. Si optan por no participar, pondrán en bandeja un resultado favorable a los independentistas, que cantarán victoria y creerán que han recibido autorización para seguir adelante con su plan. Aunque la movilización de los separatistas fuese menor esta vez, las cifras de la votación no se alejarían de las registradas en la consulta de noviembre de 2014, lo que reforzaría en sus pretensiones a los separatistas. En aquella ocasión acudió a votar un tercio del censo electoral, el 80% lo hizo por la creación de un estado independiente y un 14% se opuso.

La ley que el Gobierno catalán se propone tramitar establece que bastaría que los votos afirmativos fueran más que los negativos para que en los dos días siguientes a la proclamación del resultado el Parlamento catalán declarara formalmente la independencia de Cataluña. En caso contrario, se convocarían de inmediato nuevas elecciones autonómicas. La Asamblea Nacional Catalana (ANC) ha solicitado a los partidos proindependencia una declaración pública, previa a la votación, por la que se comprometerían a no exigir el requisito de un porcentaje mínimo de participación para llevar a efecto dicha proclamación, como, aduce, no se señaló en los referéndums celebrados para aprobar el Estatuto catalán o la Constitución europea. La organización independentista, que ya hace campaña por el "sí", argumenta que fijar un nivel de participación como condición de validez del resultado daría una baza definitiva a los que se oponen a la secesión, que tendrían un motivo de peso para no ir a votar y, de esa manera, restar impacto político al recuento de las papeletas.

Téngase en cuenta que los partidos que se proclaman independentistas no consiguieron la mayoría en las elecciones autonómicas de 2015, aunque por efecto del sistema electoral dispongan de una mayoría de escaños que les permite gobernar, y que, según el último sondeo realizado por encargo del Gobierno de la Generalitat, la separación de España no es el deseo mayoritario de los catalanes, que sin embargo aspiran a aumentar el margen de su autogobierno. Pero en ausencia de los que rechazan dar el salto a un Estado independiente, un triunfo de los separatistas, aun tratándose de una votación anómala, cambiaría por completo el panorama político español.

Puesto que la votación anunciada por el Gobierno catalán será convocada en flagrante desobediencia a las leyes vigentes y sin acuerdo, cabe pensar que no tendrá validez y que, por tanto, no hay por qué concederle relevancia alguna a su celebración. Pensar así es un error. Si se lleva a cabo, y sobre todo si se produce el resultado que se presume, la consulta tendrá consecuencias políticas inciertas, pero es fácil adivinar que serán graves tanto para Cataluña como para España. Por su ilegalidad y por sus probables efectos, la votación no debería celebrarse. No por una cuestión de falta de garantías, como se alega en un sector de la opinión pública, sino por el imperativo democrático de preservar el orden constitucional. El Gobierno español es consciente de ello y hará todo lo posible para impedir la convocatoria, aunque sea a costa de desatar un serio conflicto institucional, que se ve venir. Es preferible provocar un encontronazo para evitar la votación que enfrentarse al previsible día después. Hay sobradas razones jurídicas y políticas para que los independentistas desistan de celebrar una votación en las condiciones actuales. Pero, si al final la votación se hace, muchos electores se verán situados ante la disyuntiva de otorgar legitimidad de hecho a una votación irregular o entregar un triunfo a los separatistas, cuando por lo que sabemos la mayoría de los catalanes no desea la independencia. De hecho ya lo están. Se dividen entre el sí, el no, la abstención y los que aún no han decidido si votarán o no. El triunfo independentista sería todo lo simbólico que se quiera, pero los impulsores de la consulta no vacilarían en utilizarlo en pos de su objetivo. Dada la presión política que está ejerciendo el Gobierno catalán, es este un dilema tremendamente incómodo, de difícil solución.

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