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La Vegueta de Santiago, 'el peluquero'

El ser humano es coleccionista por naturaleza, al menos así lo creo. Y ello porque guardamos, incluso nos aferramos, a objetos, lugares, recuerdos, momentos, sonidos o aromas. Una gama de sensaciones que representan el disco duro de nuestras emociones. Somos tan hermosamente apegados que cuando olvidamos nuestra procedencia dejamos de ser nosotros mismos.

Subsistimos, crecemos, aprendemos, erramos, pero seguimos andando. A veces sin mirar atrás tanto como deberíamos. Sobre todo, porque hay personas que merecen que no se las olvide. Tal es el caso de Santiago Moreno Jiménez en mi vida.

Procedentes de Telde, tras vivir en Londres, mis padres decidieron, acertadamente, establecer nuestra residencia en Vegueta. Entre muchas razones, por la cercanía al colegio San Ignacio de Loyola, en el que íbamos a cursar estudios y porque les encantaba el barrio capitalino por su carácter familiar y tranquilo. De este modo, los Santana Hernández pasamos de Londres a la calle Dolores de la Rocha. Quizá para muchos un gran cambio, para nosotros otro paso más para crecer como personas. Y es que, de camino al colegio cada día, tenía la suerte de convivir con Antoñito, cuya tienda estaba frente a mi casa; Blanca Jiménez, mi segunda madre; Lolina García, buena hasta la exageración; Borito, cuyos hijos han sabido mantener sus valores; y Santiago el peluquero, lo más parecido a un alcalde en el barrio.

Colchonero como yo, y seguidor de nuestra Unión Deportiva Las Palmas, jamás olvidaré su cara cuando me fui a cortar el pelo días antes de hacer las pruebas para el Atlético de Madrid. Un hecho que no conté a nadie, pero que mi padre ya le había adelantado. Y ahora sé que acertó. Porque Santiago era bueno y aquel día estaba orgulloso como si fuera su propio hijo. Unos hijos a los que adoraba y que siempre salían en sus conversaciones.

Santiago te hacía sentir como en casa. Su peluquería, siempre llena, era lugar de encuentro de vecinos y amigos que hablaban de todo. Especialmente, de fútbol. Y yo, como quien sube en la máquina del tiempo, pasé de leer los cómics que tenía a disposición de los clientes más jóvenes a formar parte activa de las charlas de los adultos. Porque Santiago respetaba a todo el mundo, aunque no opinara como él. Siempre estaba informado por la prensa y por la radio que tenía conectada mientras nos atendía. De hecho, aprovechábamos la ocasión para hablar sobre el asunto del que se informaba en las ondas. Unas tertulias que, precisamente, mencionamos en casa hace unas semanas. Esta, la del 21 de agosto, comenzó con la noticia que no habría querido recibir.

Santiago se ha ido pero su Vegueta permanece. De modo que él queda aquí. Porque ocupa un lugar importante en mi hemeroteca emocional. Porque lo recuerdo desde que mis pies no tocaban el suelo cuando me sentaba en una silla que tenía su lugar de fabricación, Eibar, grabado en el metal. Y entonces todo afloró en mi cabeza. Y recordé que hace unos años, cuando tuve la suerte y el honor de ser concejal-presidente del Distrito Vegueta-Cono Sur-Tafira fue en una de las primeras personas en las que pensé. Hasta tal punto que lo mencioné en mi pregón con motivo de las Fiestas del Rosario en la plaza de Santo Domingo. Se lo merecía, mi pasado y mi presente lo requerían. Era justo para todos, para mis padres, para Vegueta y sus vecinos. Era y soy ese niño que corría como loco por llegar antes al colegio para jugar al fútbol y que solo se detenía para saludarlo. A ese pregón le siguieron numerosas procesiones en las que coincidimos. Y siempre que lo vi sentí que pocas personas me conocían como él. Porque por mucho que pasen los años uno es el reflejo de las personas que le enseñan.

El mundo se detenía en Vegueta. Su burbuja de ensueño hacía que no hubiera temores ni inseguridades. Y me quería comer el mundo. Hoy sé que solo hay que saborearlo y aceptarlo. Sin Santiago y Vegueta, aún me creería ese Superman de sus cómics.

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