El derecho de petición es un instrumento admirable del nuevo parlamentarismo europeo fortalecido en el Tratado de Maastrich. Cualquier ciudadano de la UE -en realidad cualquier persona física o jurídica que esté instalada en territorio comunitario- tiene derecho a someter una petición al Parlamento Europeo, en forma de reclamación o solicitud, en relación con una cuestión que incida en cualquier ámbito competencial de la Unión. Una comisión parlamentaria examina las peticiones y decide tramitarlas o rechazarlas. El criterio de admisión es muy flexible y bastante generoso. En 2015, por ejemplo, se presentaron 1.431 peticiones, de las que dos tercios, aproximadamente, han sido admitidas a trámite, con muy diversa fortuna.

Santiago Pérez, exdirigente socialista y ahora político en las listas -que no en las organizaciones- de X Tenerife y NC, se ha plantado en Bruselas para presentar una petición sobre la Ley del Suelo y Espacios Protegidos de Canarias. Es un poco difusa la representatividad de Pérez, pero sin duda numerosas organizaciones políticas y ecologistas -y miles de ciudadanos isleños- se felicitan por su iniciativa y la comparten total o parcialmente. Sería muy conveniente restar cualquier dramatismo al ejercicio de un derecho fundamentado en el Tratado de la Unión y en su Carta de Derechos Fundamentales. Y no solo por los que pueden despreciar esta acción con un punto de aldeanismo soberbio, sino también entre los que la apoyan. Contra lo que se ha podido ver en titulares abracadabrantes, ni el Parlamento Europeo ha expresado sus dudas sobre la Ley del Suelo ni la UE ha admitido ninguna denuncia. Que una comisión parlamentaria admita a trámite una solicitud no prejuzga que los peticionarios tengan toda, mucha o ninguna razón.

La intervención de Santiago Pérez, en la que sintetizó el documento presentado a la comisión de peticiones, resulta un poco sorprendente: una mixtura con cierta consistencia retórica de observaciones críticas, puntillosos juicios de intenciones, malabarismo interpretativo y conclusiones gratuitas que, adornadas con consideraciones políticas e ideológicas de su cosecha, dibujan una comunidad autónoma que deambula entre el Jurásico y el franquismo y donde gobiernan el presente y secuestran el futuro Fernando Clavijo y sus sayones, cuya maligna palabra es ley. Pérez es uno de los políticos más inteligentes de la izquierda histórica tinerfeña, pero hace años decidió explicar (y explicarse) los fracasos de esa izquierda como el resultado de un régimen despiadado que consigue mayorías electorales porque engaña una y otra vez a una ciudadanía oligofrénica, en lugar de analizar los deméritos, torpezas y guanajadas de las fuerzas progresistas. Por ese camino, por supuesto, el veterano socialdemócrata casi se transforma en un apóstol populista dispuesto a afirmar que en Canarias no existe democracia parlamentaria, que la Ley del Suelo amenaza a la Red Natura 2000 de la UE, que pronto se expropiará a pequeños propietarios rurales o que el Gobierno regional ha acudido a impulsar "una normativa con rango de ley", como si lo apropiado hubiera sido un reglamento. Durante cerca de 20 años uno debió escuchar a las organizaciones ecologistas rechazar la ley de directrices: ahora se le canta como un paraíso perdido, como un repertorio legislativo "muy bien pensado". Bueno, aquel repertorio, ahora tan admirable, fue obra de CC, igual que esta Ley del Suelo. Pero el pasado debe reconstruirse incesantemente o ser enterrado cuando conviene. El documento de Pérez es más un muestrario de convicciones políticas que un argumentario jurídico sólido. Pero ya está ahí. Es como un jamón colgado en la Grand Place al que se le sacarán cientos de lonchas, esto es, de titulares, y muy finitas, para que dure.