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La enfermedad del coste

Hace ya bastantes años me pidieron que hiciera una evaluación de la oportunidad de incluir en la cartera de servicios del sistema público la neurorreflexología. Algo sabía de ello pues por una serie de azares había conocido a un osteópata inglés que me había sorprendido con algunos diagnósticos y curaciones. Pero mi conocimiento y experiencia no eran ni mucho menos suficientes. Eso no importaba porque el grupo que proponía su inclusión estaba tratando de que esta técnica, hasta entonces una de las medicinas denominadas alternativas, fuera considerada tan científica como cualquier otra.

El promotor había conseguido que un catedrático de Anatomía certificara su fisiopatología y aún había dado un paso más: había realizado un ensayo clínico doble ciego; en síntesis, los pacientes con dolor de espalda crónico que aceptaban participar eran divididos al azar, a unos se les colocaban las grapas en los puntos adecuados y a otros en lugares seleccionados por ser neutros. Ni los médicos que iban a evaluar el resultado, ni los pacientes sabían qué tratamiento habían tenido. El resultado fue espectacular, demasiado espectacular: más del 90% de los tratados correctamente mejoraron frente a una proporción pequeña en los otros. Me costaba creer que algo puede ser tan efectivo.

Volviendo a mi evaluación, tenía que emitir un informe sobre su utilidad, el número de pacientes que se podrían beneficiar y el coste. La propuesta era que el instituto promotor pondría una sucursal que conveniaría los tratamientos. Creo recordar que el promotor aspiraba a cargar 25.000 pesetas, de 1990, por tratamiento. Le pregunté en qué se basaba para poner esa cifra, dado que el coste del material era casi nulo y el tiempo empleado era moderado. Me dijo que en los resultados, en lo que ahorraba el sistema con ello, en el enorme coste laboral y social del dolor de espalda. Ah, le dije, entonces, ¿cuánto debería valer un tratamiento con penicilina que salva vidas? Por ése y otros motivos no recomendé la inclusión de la técnica.

Años más tarde, cuando realizaba con el doctor Arboleya el protocolo de dolor crónico nos enfrentamos de nuevo con el dilema de si aconsejar la neurorreflexoterapia. Entonces escribimos: en estudios controlados, se ha observado una disminución del dolor y la discapacidad, que favorece el retorno al trabajo, cuando se compara con placebo o cuidados habituales en pacientes con lumbalgia. Los estudios publicados están realizados por el mismo grupo que puso en marcha la técnica y no han sido reproducidos por otros grupos, por lo que la aplicabilidad de estos resultados es limitada y la generalización de la técnica es problemática.

Ahora se discute el coste de los tratamientos biológicos, especialmente de cáncer. Escribía la semana pasada que un nuevo tratamiento para la leucemia linfoblástica del niño supondría unos 375.000 dólares. Es imposible mantener esas prestaciones. La mayoría cree que Farmaindustria se está aprovechando. Por eso hay estudios que tratan de saber cuánto cuesta poner un tratamiento de ese tipo en la calle. Una estimación realizada por la Universidad de Tufts lo calculaba en 2.700 millones de dólares. Eso, según Farmaindustria, justifica los altos precios. Ahora se publica otro que lo rebaja a 700 millones. Claro, tanto Tufts como Farmaindustria dicen que está mal.

Lo que me interesa de esta discusión es el enfoque, tan diferente del de la neurorreflexoterapia. Aquí lo que se dirime es cuánto cuesta el tratamiento, no cuánto beneficia. Que economistas y políticos, además de médicos, se hagan esta pregunta muestra la naturaleza singular del mercado sanitario.

En una economía libre de mercado el precio se calcula en función de lo que el comprador está dispuesto a pagar. Pero hay bienes que se regulan. No tengo ni idea de lo que cuesta fabricar un iphone que se vende por 700 euros, pero no creo que a ningún Gobierno se le ocurra estudiarlo y regularlo. Que la fijación del precio de los medicamentos requiera una negociación con el Gobierno nos protege, en teoría, de los excesos. Pero para eso se precisaría conocer bien el coste de producirlos. Algo que los productores ocultan o tergiversan para tener las manos libres, supongo.

Otra cosa es si, acordado el precio, el gasto empleado en ese tratamiento es suficientemente beneficioso. Eso se calcula por el tiempo de vida ajustado por la salud que se gana con ello. El ajuste por la salud es importante porque no es lo mismo alargar la vida para vivirla miserablemente que con plena salud. Algunos países han fijado lo que están dispuestos a pagar por cada año de vida ganado ajustado por la salud. Es una forma de limitar el gasto, si bien los resultados son poco brillantes.

Mucha gente se devana los sesos para resolver estos dilemas. No parece fácil, pero si no se hace, el futuro será muy complicado. Y la solución no puede ser otra que política y poco puede hacer un solo país.

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