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Crónicas galantes

¿Adónde van los que se van?

Hay un chiste poco conocido y quizá no muy gracioso sobre los últimos días de Franco. Agonizaba el dictador en su cama del hospital cuando a la puerta se concentraron cientos de devotos para corearle cánticos de "Adiós Franco, adiós".

Intrigado por las voces, el General Generalísimo preguntó a uno de sus ayudantes por el quilombo de lamentos que se estaba montando fuera. "Son jóvenes que vienen a despedirse de Su Excelencia", le informó el asistente. "¿A despedirse? ¿Y adónde se van esos chicos?", retrucó Franco, tal vez convencido de su inmortalidad.

Los nacionalistas más exaltados que estos días corean en Cataluña el "Adéu, Espanya" lo hacen también en tono de alegre velatorio. Como el que asiste tocando las maracas al próximo entierro de un Estado que en sus días de gloria fue imperio y luego decayó, igual que todos los demás. Aunque España disfrute hoy de un sistema garantista que lo sitúa en el puesto 17o de la clasificación de democracias del mundo, justo debajo de Gran Bretaña y varios lugares por encima de Estados Unidos, Italia y Francia.

Mariano Rajoy, el actual encargado de la tienda, se pregunta con lógica de registrador de la propiedad lo mismo que el sorprendido Caudillo. Que adónde van los que se despiden de España.

No está claro. José Saramago, portugués e iberista, imaginaba a la Península como una balsa de piedra que se desgajaba del continente europeo para vagar a la deriva por esos mares de Neptuno. Cuesta imaginar a Cataluña separándose geográficamente del resto del territorio peninsular, aunque la idea quizá les alegre las campanillas a los aragoneses, que por fin tendrían costa y playas sin necesidad de coger el coche.

Naturalmente, los países con apetencias de separación no van a cambiar de sitio en el mapa, como sí lo hacía la fabulosa balsa ibérica imaginada por Saramago.

Tampoco parece creíble que los dos millones de independentistas que se calculan en Cataluña vayan a marcharse a Francia o hayan decidido emprender cualquier otro éxodo. Eso de partir en masa hacia el otro lado del Atlántico es más bien una tradición de los gallegos, que son gente amante de las grandes navegaciones, como sus vecinos portugueses.

Lo que los nacionalistas de la rama más extremada quieren es, en realidad, una simple separación política y por tanto económica, bajo el comprensible deseo de disfrutar en exclusiva de sus caudales sin compartirlos con los demás. Puede parecer una posición egoísta; pero en modo alguno irrazonable.

Otra cosa es que tal deseo no sea fácil ni aun hacedero en un planeta sin fronteras donde las empresas trasladan sus fábricas a los países pobres por aquello de ahorrar. La soberanía es una mera ilusión, particularmente en el caso de Europa, donde el ochenta por ciento de las decisiones de cualquier nación no las toma ya su Consejo de Ministros, sino un organismo con sede en Bruselas y mando a distancia en Berlín.

Con las fronteras abolidas, la moneda administrada por un banco que tiene su sede en Frankfurt y los ejércitos bajo dependencia de la OTAN -es decir: Estados Unidos-, la condición de Estado soberano ya no es lo que era. A lo sumo queda reducida a la exhibición de la bandera en edificios públicos; pero eso en realidad ya puede hacerse sin necesidad de asumir la pesada tarea de organización de un nuevo Estado.

Todo ello hace difícil discernir adónde se van los que dicen que se van. Excluida por fantástica la hipótesis de Saramago, solo quedan los caminos a ninguna parte.

stylename="150_CAR_opi_2017_01">anxelvence@gmail.com

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