Fátima Muñoz. Nos conocimos después de que el 3 de septiembre de 2015 ella cayera por un tragaluz y sufriera gravísimas lesiones. Las posibilidades de caminar no eran muchas, le dijo en el Hospital Doctor Negrín el doctor Hani Mhaidli. Tendiendo en un tendedero cuadrado en la azotea de su casa, Fátima se enredó con una liña y cayó por un hueco de 12 metros junto a su compañero, que al verla colgada camino del vacío trató de sujetarla pero sin suerte. La caída lo arrastró con ella. Eran las siete de la tarde. Oscurecía.

Ahí nos conocimos, en su duro quehacer por sobrevivir. La mujer se alió con los mejores médicos y eso, su gratitud hacia ellos, nos acercó más. En octubre del año siguiente asomó por primera vez la cabeza en mi vida. Hay misivas en las que intuyes la desesperación y a su vez la alegría por cada logro alcanzado. Llevaba casi un año entre hospitales, UMI del Negrín y Lesionados Medulares del Insular, es decir, operaciones, cama articulada y rehabilitación.

Necesitaba agradecer a los profesionales de la sanidad los cuidados, su progreso y su vida. "¿Puedes escribir?", pregunté. "Pues escribe contando tu caso y dando las gracias a los que consideras tus salvadores. Yo la publicaré", le prometí. Y así fue. Cuando leí sus letras bien hilvanadas, precisas y emocionadas, la carta de alguien a quien informaron de que las posibilidades de volver a caminar estaban cuestionadas, ya daba pasos y me puse a su lado. Cada dos o tres días recibía fotos de su recuperación, de su cabeza rapada, de sus ojos llenos de vida, de sus manos tendidas. Cada progreso lo celebraba como un fin de año. Meses después extendimos la gratitud a los médicos en la radio y allí fue y se puso frente al micro con dos muletas.

Tiempo después, cuando supe que viajaba con su familia a las islas, hablamos de muchas cosas y la reté. "Quiero que vayas a la presentación de mi libro sin muletas". No cesó hasta soltarlas. Se trató de un juego inocente que escondía animarla a subir la montaña. Y la subió.

El día que presenté el libro la busqué discretamente con la mirada entre los asistentes. Y allí estaba. Esperé su reacción hasta que se abrió camino y recorrió el pasillo para llegar a mí sin muletas. Su sonrisa feliz no la percibió nadie. Solo nosotras. La abracé. Estaba orgullosa, satisfecha.

Lo había logrado. Es otra mujer.