Era su confidente. Se lo contaban todo. Cada mañana escuchaba de su amigo lo infeliz que era, el infierno de su matrimonio, un desgraciado, un pobre rico. Durante años ella tuvo a mano el extintor para apagar el fuego del matrimonio amigo. "Cada vez viajo más, estoy más días fuera de casa. No la quiero. Gracias a que te tengo, eres mi hermana. Aquí me tendrás siempre. Cuando Pepe Juan, tu marido, se jubile no te preocupes, que lo pongo de encargado en uno de mis negocios", dijo. Los dos matrimonios viajaban juntos, reían juntos, lo compartían todo, incluso viajes arriesgados para que el amigo desgraciado hiciera negocios oscuros algo dudosos. La confidente y su marido siempre estaban dispuestos a llenar las horas tediosas y asistir a discusiones interminables de un matrimonio que no se separaba por razones económicas. Se resistían a emprender una vida por separado, las empresas los tenían atados, ninguno quería perder, preferían joderse la vida, cosa que hacían con una eficacia sorprendente, a perder propiedades. Ella, la mujer del pobre rico, se entretenía desmejorando la belleza que nunca tuvo. Perdió 40 kilos, se puso tetas y se entregó al destrozo del bisturí. Ante semejante panorama la buena amiga les aconsejó por separado poner fin al infierno, pero fracasó. No fue una buena idea. Las verdades duelen y más en personajes que tienen la cabeza para peinarse.

Por razones que desconocían la amistad de tantos años comenzó a deteriorarse. Un día Pepe Juan, un hombre bueno, pasó como tantas veces durante años por el despacho del pobre rico para saludarle. La secretaria lo frenó. "No, está reunido". Esperó y esperó y esperó hasta que desconcertado abrió la puerta y se encontró al pobre rico solo, leyendo el periódico. Ni reunión ni san reunión. Pronto entendió que sobraba y se fue. No entendía nada. Cuando llegó a casa contó lo ocurrido. Ella no daba crédito, así que como mujer decidida se fue al despacho del pobre rico para saber qué ocurría. La indiferencia fue la respuesta. Se indignó. Se cuadró en el centro del despacho y dolida le gritó un: "¡Métete tus millones por donde te quepan, pobre diablo!" Nunca supo qué había ocurrido. Lloraron mucho.

Seis años después el amigo rico enviudó. Ni se acercaron. Un día, desesperado, viviendo con la soledad marcó un número pero nadie contestó. La confidente y los suyos lo borraron de su vida. Ya era demasiado tarde.

Un pobre rico que, ya ven, ahora cuando quiere compañía la paga.