Acabo de escuchar al enésimo tarado nacionalista que escupe hacia el cielo por indignación patriótica y explica lo del pasado domingo como un "genocidio democrático". No me interesa poner el nombre del susodicho. En la página web de la Generalitat encuentro dos datos: que votaron más dos millones de catalanes -o al menos eso dijeron al entregar la papeleta- y que a primera hora de ayer permanecían hospitalizadas cuatro personas, una de ellas, un anciano que sufrió un infarto. Las otras 800 -cada día aparecen más, como si el referéndum se siguiera celebrando- son gente atendida por motivos tan variados como lipotimias, contusiones, rasguños, ataques de nervios, irritación en la piel o en los ojos, desorientación. Atendidas en los puestos de los servicios de emergencia instalados en calles, plazas y avenidas, no en centros hospitalarios. A nadie le puede gustar ver a la policía arrastrando a ciudadanos, soltando una hostia o disolviendo un grupo con la amenaza de la porra blandida en el aire. Pero llamar a eso un "genocidio democrático" es una estupidez un poco escalofriante. Seguro que la comprará alguien. Como aquel tuit de un joven que -por supuesto- se definía como no separatista hasta el momento en que llegaron los fascistas a esa isla de libertad y democracia que es Cataluña. "Habéis intentando humillarnos a bofetadas y nunca lo vamos a olvidar". ¿Quién ha humillado a este pibe? Supuestamente los españoles. Usted, yo, todos. Durante el resto de su vida nos odiará porque un poli le puso una zancadilla para evitar que se abalanzara sobre un tapergüere que hacía de urna y olía todavía a la ensaladilla de su abuela.

Desde el momento en que esta farsa grotesca se desarrollara el Govern y la causa independentista tenían asegurada una victoria. Si el Gobierno español se cruzaba de brazos triunfaría políticamente el referéndum. Si intervenían las fuerzas de orden público -cumpliendo órdenes judiciales- se garantizaba el éxito moral de los convocantes. Cada soplamoco policial creaba un inflamado mártir de la causa. Mariano Rajoy, simplemente, se acojonó, porque siempre ha sido más que un político un superviviente que ha hecho de la mediocridad una artesanía. No podías impedir esa votación sin aplicar el artículo 155 de la Constitución, controlar los resortes de la administración autonómica y poner a 10.000 policías en la calle. No lo hizo, por supuesto, y muy marianamente, el presidente ni impidió la consulta ni dejó que se celebrase con normalidad. Este señor cree que un problema político como el que representa actualmente Cataluña se soluciona lanzando balones fuera mientras metes la cabeza en el Marca y mandas a Soraya Sáenz de Santamaría a tejer naderías.

Existe una poderosa razón para seguir con esta astracanada y proclamar la declaración unilateral de independencia: el president y los consejeros no quieren terminar detenidos en los próximos días. Esto debe alargarse todo lo posible, no para que el fantasma de Maciá se siente en el salón Tapies, sino para articular alguna negociación. Una negociación en la que los independentistas, por supuesto, sean la parte agraviada y reivindicante, cargada de dignidad y con una épica florida en el culo. Igual se salen con la suya.