Por primera vez en mi vida estoy temerosamente tranquilo de encontrarme ya en la reserva militar. Como suele ocurrir en las grandes catástrofes políticas nos sorprende cómo ha podido ocurrir esto. Es absurdo concretar la responsabilidad en una persona, una organización, un grupo. Pero esta caterva de delincuentes que encabezan el procés desde instituciones del Estado -la Generalitat lo es- se llevan la palma. ¿Y el payasesco Rajoy sembrando independentistas para ganar votos en el resto del país y ahora escondido? Pero ni siquiera ellos son los que más repugnancia y desprecio cívico me merecen. Me asquean más todos aquellos que pronuncian el sintagma "crisis de Estado" salivando, porque integran una colección de tarados que creen que el procés es bueno no por construir una nueva república, sino porque destruirá un viejo régimen que se remonta al paleolítico, es decir, a 1978. Eso es lo que les alegra, ilusiona, estimula hasta el delirio. El procés representa un absceso que, al reventar, servirá como exutorio por el que se expulsará el pus de España, es decir, del franquismo. Porque España es franquista desde antes de Franco -basta leer articulitos de gente como Monedero o Santiago Alba para certificarlo- y lo será durante siglos. El franquismo no es una etapa histórica, sino una esencia identitaria e inmutable. Una izquierda gandula, inepta e iletrada que aún necesita el franquismo para rearfirmarse, para caricaturizar al enemigo. En esta fantasía colectiva habrá que estar agradecidos a los catalanes porque, gracias a su proceso de independencia, España se transformó en una república progresista y tan demócrata que la derecha y los liberales no gobernarán nunca más. No creo en las revoluciones cuando las impulsan gobiernos que aplican recortes sociales, políticos que acumulan quinquenios en el poder, millonarios que controlan televisiones y diarios, partidos corruptos, provincianos ágrafos que confunden la patria con las chirimoyas. Pero jamás hubieran sido tan peligrosos sin unos cuantos miles de indigentes intelectuales dispuestos a poner música al himno del disparate, desde dentro de Cataluña y fuera. Los que les importa un bledo que un referéndum se convoque por una mayoría parlamentaria ajustada que no representa a la mayoría del electorado y a través de leyes tramitadas por lectura única, pero que se escandalizan por cargas policiales. Es absurdo considerar que la CUP, por ejemplo, tiene en sus bolsillos a la extinta CiU y a Esquerra Republicana. La CUP, ahora mismo, sirve de fuerza de choque de la administración autonómica en la calle.

Probablemente no queda otra que aplicar el artículo 155 y suspender la autonomía. Pero opino que incluso esa medida extrema llega tarde. Debió ser tomada hace más de un mes: antes de la convocatoria electoral, antes de la celebración de ese ridículo pucherazo que debería abochornar a cualquier demócrata, antes de la llegada de policías y guardias civiles, antes de la huelga general, antes de la declaración de independencia que se producirá en las próximas horas. Puigdemont ni Junqueras van a colocar sus cosas en una caja y dejar sus despachos. Forcadell tampoco. Ni los diputados soberanista (y bastantes otros) dejarán sus escaños. Se ha anunciado tanto la llegada del lobo que, cuanto lo haga, encontrará que el aprisco ya es un búnker. Sólo podrá morder su cola.