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opinión

La emoción de los silencios

Fue una tarde de noviembre. Sentada en una cafetería de Ikebukuro, uno de los centros neurálgicos de la ciudad de Tokio en la que viví cinco años, miré a mi alrededor. La cafetería estaba llena de japoneses y solo dos occidentales: mi hija de año y medio y yo. Y fue allí, en una tarde de otoño, cuando decidí que ya era hora de volver. Y esta decisión tenía nombre: silencio. En aquella cafetería tokiota el único sonido audible era el de mi cucharilla cuando casi, con osadía, se atrevía a chocar con el borde de la taza de café. No había risas. Ni conversaciones. Ni una palabra sobresaliendo por encima de las cabezas que miraban a un otoño más silencioso que ellos.

Y este silencio, que en Japón es sinónimo de contención, es el que encontré en la única novela que he leído del nuevo Premio Nobel de Literatura, Kazuo Ishiguro, Los restos del día. Confieso que cuando leí el libro, lo hice leyendo a un escritor japonés, sin pensar más allá. Si lo hubiese hecho, me habría preguntado por qué sus personajes eran ingleses. Por qué su novela transcurría en Inglaterra y, asumiendo que leía a un escritor japonés, no me pregunté tampoco por qué había impreso a sus personajes, a Stevens, el mayordomo, esa contención más propia de la cultura japonesa. Y no me lo pregunté porque Ishiguro san nació en Japón y se crio en Inglaterra. Y si algo podemos considerar común a ambas culturas es, precisamente, la contención.

Los titulares de los periódicos de ayer que se hicieron eco de la noticia, lo hicieron inicialmente hablando de Premio Nobel de Literatura para un escritor japonés. Posteriormente, con los ánimos más calmados, los titulares cambiaban a "escritor británico". Y entonces comprendí. Acostumbrada a leer a escritores japoneses, desde Mishima, Soseki, Kenzaburo Oe a Ryu Murakami, Haruki Murakami, Banana Yoshimoto o Kakuta Mitsuyo, en los que los escenarios, los personajes, los temas son, salvo contadas excepciones, típicamente japoneses, reflejo de la sociedad japonesa, la tradicional y también la contemporánea, recordé enseguida el libro que yo había leído del nuevo Nobel de Literatura y en él, Japón no aparecía. Y quise saber más. Y así descubrí que Ishiguro se trasladó a los seis años a Inglaterra con su familia. Y entendí el porqué de todas las preguntas que no me hice y que ahora, de haberlo hecho, tienen respuesta.

Y recordé también una conversación que tuve con mi jefa japonesa, Yoko Araki, en la que me explicaba que muchos japoneses preferían leer a Mishima en las traducciones que llegaban en lengua inglesa. El japonés de Mishima era tan culto, que muchos japoneses no podían leerlo porque no conocían el significado de uno u otro kanji. Y, a veces, profesores universitarios tenían que detener la lectura de un determinado libro, en medio de una clase, porque no sabían exactamente cómo leer un kanji. Y recordé esto porque Ishiguro escribe en inglés. Pero, aunque parezca que me contradigo, y que aun considerando a Ishiguro un escritor británico, no puede esconder, aunque sea "en inglés" y no "en japonés", el silencio, entendido este como la elegancia propia de unos personajes que no permiten que las emociones emerjan de una forma ruidosa y vulgar, sino con la contención propia del espíritu japonés, buscando la armonía exterior con la que intentan controlar al caótico mundo interior de unos personajes que, como los japoneses de aquella cafetería de una tarde de otoño, están llenos de silencios que a gritos nos hablan desde las páginas de un libro. Los libros del nuevo Nobel de Literatura, Kazuo Ishiguro.

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