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Javier Durán

RESETEANDO

Javier Durán

Los 'superpatrias'

Resulta escalofriante que una lección sobre los malos derroteros a los que puede llevar una explotación del nacionalismo como es la novela Patria, de Fernando Aramburu, récord de ventas en las librerías españolas, tenga como respuesta la refriega de banderas actual: por tanto, todo lo contrario de la incitación pedagógica que pretende el escritor a través de su trama en un pueblo en el País Vasco en los años de la ETA más seductora. La mancha de aceite de un título con intenciones tan profilácticas provoca, de entrada, que el ruido higiénico que se masca en él constituya una vacuna contra los superhombres, los superpatrias, los superlocalistas, los superdialectales o los superaldeanos. Aspirantes, no a que llegue el cirujano de hierro único del prefascista Joaquín Costa, sino a que los pueblos, los bares, las barras, las comunidades de vecinos, los colegios, todas las instituciones civiles que se quiera, tengan un cirujano de hierro que vele por las esencias patrias. La liquidez de este libro tan difusivo, decía, podría -pero no- dar a entender cuán enorme es la responsabilidad de los que adoctrinaron al joven Joxe Mari hasta convertirlo en un escorbuto de ETA y matar al Txato, pequeño empresario, amigo de la familia y casi un padre para él.

Ya, esgrimirán que es una manipulación burda trasladar el campanazo de la sangre a la Diagonal, porque allí no hay pistoleros, y esperemos que siga así. Pero vale este momento crucial del relato para reflejar la consecuencias de la porquería nacionalista, tanto la que nace del pueblo supuestamente subyugado como la que surge como reacción frente a los que enarbolan una unidad enfermiza, incendiaria, ensordecedora y llena de despertares tóxicos.

Bien, ¿pero qué decir de la fractura social, familiar, personal y emotiva que se produce tras el atentado que cumplimenta el ideario de los encapuchados? La novela se extiende en el colapso vital que conlleva para los protagonistas, sobre todo para Miren (la madre del terrorista) y Bittori (la viuda de la víctima), el estado de guerra que se vive en el pueblo, el exilio de los triturados por la maquinaria batasuna, las empresas que se van por no abonar el impuesto revolucionario, la depresión de los que se resisten a un entorno hostil... Toda una efervescencia que se masca brutalmente cuando ETA deja las armas, y comienzan a palparse los reencuentros entre los que se fueron con un cadáver a cuestas y los que se quedaron. Nadie sabe qué va a ocurrir: es la hora de las confesiones, de los arrepentimientos, y Aramburu deja entrever que queda espacio aún para la reconciliación. Encontrar el perdón se eleva por encima de lo demás.

Parece que nos hemos olvidado velozmente de que ETA en su etapa más sanguinaria no fue otra cosa que un horrible lanzallamas de un nacionalismo que también aspiró a un estado independiente. Y que las víctimas son cientos y cientos, y todo por la fuerza ciega de los que se levantan para guiar a los pueblos y se calzan unos zancos para sentirse unos iluminados. La experiencia, al parecer, no ha sido suficiente ni letal para acabar con otros ensayos. Tampoco la lectura masiva, casi de manual para sobrevivir, de la novela Patria. No tengo ni la menor idea sobre la respuesta ante la desmesura de la desmemoria. Ni idea.

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