Oh, lo siento. Me temo que garrapatearé de nuevo sobre Cataluña. Porque en relación con este padecimiento hay algo que me obsesiona, y son precisamente las obsesiones de la izquierda: fuerzas políticas, intelectuales, ciudadanos del común. Aunque coloquen con cuidado de orfebre picajoso algunas reservas ("no me gusta nada Puigdemont", "no, el referéndum ciertamente no ofreció garantías suficientes", "a mi no me gustan nada las banderas, oye") se muestran absolutamente refractarias a entender que en este conflicto no existen simetrías ni son capaces de levantar su foco de atención de un personaje infausto como Mariano Rajoy o de las tentaciones autoritarias y la corrupción constatable y constatada del Partido Popular. El realmente peligroso - me comentaba un escritor canario que leo y admiro por su talento y, si me permiten, su profesionalidad - es realmente el señor Rajoy. Lo cierto es que durante un cuarto de siglo se ha mantenido y compartido la suposición según la cual cualquier conato secesionista sería aplastado por el Ejército y el último lustro el progresismo estaba convencido que Rajoy suspendería la autonomía catalana a la primera e inocente provocación. Muy al contrario la respuesta del Gobierno español ha sido bastante comedida, porque el Gobierno español sabe perfectamente lo que se juega -y se juega el país entero - en esta situación. Al otro lado están un president y un Govern que, aupados en una coalición entre nacionalismo tradicional, carlismo tuneado y populismo neocomunista, una coalición que ni de lejos representa una amplia mayoría de catalanes, se ha llevado por delante el orden constitucional y el propio estatuto de autonomía que eran su base de legitimidad, fracturando la sociedad y con una estrategia deliberada para romper con el Estado español o, si se puede negociar, romper con el Estado español.

Los que insisten en el diálogo lo hacen por ingenuidad o por miedo. Puigdemont y los suyos - esa heterogénea coalición de intereses y susceptibilidades - tienen un objetivo estratégico a corto plazo al que no van a renunciar: constituir una república independiente. Eso enloquece a muchos amigos de izquierdas (¡chacho, una república!) que creen que las leyes no son más que convenciones estúpidas que han cincelado ricos y poderosos para impedir a la buena gente hacer lo que se quiere, porque hacer lo que uno quiere (si lo quiere la suficiente gente) es la democracia, y lo demás, un asqueroso fascismo. Nuestras izquierdas es tan mal educadas política y democráticamente como nuestras derechas, pero hacemos como que no. Yo coincido con aquellos (como el profesor Pablo Simón) que sitúan como combustible más potente de la nueva tormenta soberanista en Cataluña la crisis económica de la última década y no ninguna identidad maltratada con inaudita saña, no ningún pueblo engañado y humillado por Madrid, porque Madrid no es España, ni Mariano Rajoy es Madrid, ni la gran mayoría de votantes del PP exuda facherío, ni la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el nuevo Estatuto fue una traición al compromiso de integración de Cataluña en el Estado español.

Es perfectamente compatible desear como anhelo ciudadano que el PP no siga en el Gobierno de España y termine vapuleado electoralmente en los próximos comicios como criticar y despreciar a unos aventureros que se cagan planificadamente, mientras cacarean un relato trufado de mendacidad política y miseria intelectual, en la base de la convivencia democrática de un nación. Que una amplísima mayoría de la izquierda no lo entienda es un problema. Otro problema. En realidad el problema de siempre en Cataluña y fuera de Cataluña.