Sucedía días atrás en el barrio santacrucero de Añaza. Varias dotaciones del Cuerpo Nacional de Policía se adentraron en la zona con la misión de detener a un individuo acusado de múltiples robos. Cuando iba a ser conducido hasta comisaría, se encontraron con la inesperada sorpresa de una lluvia de piedras y objetos contundentes. Un grupo de allegados se empeñó en impedir, usando la violencia, la acción de la ley.La condena social fue inmediata y generalizada. Aprobar esta acción hubiera supuesto aliarse con la ilegalidad, dando legitimidad a la impunidad. Finalmente, la presencia de refuerzos y la colaboración de la Policía Local, frustró este intento de atentado a la autoridad

Algo parecido está sucediendo en Cataluña, pero elevado a la enésima potencia. Parto de la base de mi rechazo a la violencia, en cualquiera de sus vertientes. Dolido y quebrado por las escenas de enfrentamiento que vio el mundo, y un servidor, el pasado uno de octubre y que no deben volver a repetirse, la revuelta de miles de ciudadanos soberanistas constituyó una flagrante vulneración de los principios que recoge nuestra Constitución. Solo el Congreso de los Diputados es el facultado para materializar su modernización y adaptación a los tiempos actuales. Pero hasta entonces, sus normas son las que rigen y garantizan el estado de derecho. Saltárselas equivale a la comisión de una ilegalidad.

El frente secesionista, compuesto por la cerrazón del núcleo duro de la Generalitat, Junts pel Sí, o Sí, la presidenta del Parlament y dos asociaciones, parapetadas en los fueros del anti- sistematismo, no entiende, no sabe y sí contesta: Sea lo que sea, pase lo que pase, su objetivo es inquebrantable: la independencia.

Y en este complejo entramado político-jurídico-social, de creciente follaje, aparecen los responsables de ejecutar las decisiones judiciales para hacer cumplir la Ley: Los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad.

Desde hace cuatro semanas, varios miles de jóvenes funcionarios del Cuerpo Nacional y de la Guardia Civil sobreviven acantonados en cruceros, hoteles y cuarteles. Puigdemont, presto, sugirió a sus ciudadanos (sus deseos son órdenes) colocar la 'estrella amarilla', no solo a esos funcionarios, sino a todo aquel que muestre un hálito de crítica a la independencia de Cataluña. El mismo president, en connivencia con el jefe de los mossos de escuadra, dio la consigna de la laxitud dejando inermes, policial y socialmente, a sus colegas de profesión y sin aviso previo.

La consigna, segregacionista y discriminatoria, fue extendiéndose por la pirámide familiar y núcleo social de los constitucionalista. Como plaga bíblica, ya se ha extendido a periodistas, escritores, intelectuales y, lo más execrable: `marcarando´ a niños en centros escolares y barrios.

¿Es esta la senda de la democracia, de las libertades, bajo el criterio de impedir la disensión al precio que sea, en una nueva Cataluña-república-Estado? Me tiembla el cuerpo imaginándome lo que le espera entonces a la sociedad catalana.

Siempre he tenido un sentido progresista de la vida (el todo que envuelve también a la fracción de lo político). Quiero lanzar un mensaje de apoyo, sin ambages, a los partidos constitucionalistas, a los colegas de profesión, a intelectuales, cantantes, que están pagando su derecho a la libertad de pensamiento y de expresión con el insulto y la marginación personal y laboral. Los hacedores de ello: unos iluminados ajenos al sentido democrático. Pero de manera muy especial, mi solidaridad con la Guardia Civil y Cuerpo Nacional de Policía y, más especial aún, con los miles de niños y niñas que están siendo señalados en sus colegios, en sus barriadas, en sus pandillas porque sus padres han cometido la traición de no pensar como ellos. No es permisible que se apedree un furgón policial, ni en Añaza ni en la Vía Layetana, cuando se dirigen a hacer cumplir un mandato judicial para evitar que uno, cien mil o un millón, pretendan alterar las normas básicas de la convivencia.