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opinión

Lo que hay detrás

En la banalización que experimentan las cuestiones legales, dejadas al albur de toscos enredos y conocidos desafíos, confluyen al menos dos factores. Por un lado, el elevado grado de relativismo que se extiende por las sociedades occidentales, generando una ciudadanía sin más límites que los deseos y para la que no existen más que derechos sin deberes. Por otro, el pobre respeto que se tiene a la norma jurídica, incluso entre aquellos que más debieran cuidar de su indispensable función en todo sistema político.

El primer fenómeno se suele visualizar con motivo de la actuación de las fuerzas y cuerpos de seguridad, objeto de invariable censura por quienes ingenuamente consideran que los mandatos legales solo pueden ser cumplidos de forma voluntaria. Quienes así piensan, acostumbran sin embargo a justificar la violencia -o a celebrarla- cuando aquellos que la protagonizan vulneran la ley, en una suerte de contradictorio pacifismo y de burda trampa intelectual, fácilmente detectable. A esta infantil forma de ver las cosas, se suma la extendida creencia de que la Arcadia feliz que ha montado el Estado del Bienestar no alberga más que un universo de derechos sin fin, en los que la ley es una fiel aliada, desnuda de cualquier contenido interventor y mucho menos de cariz antipático.

También existe grave responsabilidad en todo esto puertas adentro del derecho. La elaboración legislativa, por ejemplo, aporta poco al necesario respeto de las normas como eje cardinal de la convivencia. He participado como experto en una docena de comisiones parlamentarias sobre proyectos de ley y en un porcentaje no precisamente escaso me ha sorprendido no ya la deplorable redacción normativa, incapaz de superar el más liviano control de estilo, sino unos contenidos superfluos, contradictorios o redundantes, cuando no adanistas. La obsesión por hacer leyes sobre todo, y en especial sobre lo más prosaico, imprime a la cuestión legal tintes de irrelevancia que de inmediato de trasladan a la sociedad, contribuyendo a crear la sensación de que cumplir esas normas o no hacerlo es baladí, porque se trata de opciones personales igualmente aceptables e incluso permisibles. Las pocas leyes y claras de las que hablaran Campanella o Beccaria, se han convertido hoy en muchas y confusas, abonando el terreno de su inobservancia.

A este contexto se suma, en fin, la consideración del ordenamiento como algo flexible, maleable, dependiente de infinidad de factores para su concreción, muchos de ellos extrajurídicos. La aleatoriedad de la respuesta legal por sus aplicadores traslada al ciudadano la idea de que el reproche por desafiar a la norma no siempre llegará, en una especie de aventura con final incierto, en ocasiones de coste cero. Esto es también achacable a la mediocre construcción legal, que debiera precisar sus contenidos para que los jueces se limitaran a comprobar los hechos, sin interpretarlos desde su óptica personal.

Desde luego, siempre es más fácil hacer leyes que gobernar, como escribió Tolstoi, pero mucho peor hacerlo con leyes que ayudan poco a gobernar.

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