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OBSERVATORIO

Momento difícil y esperanzado

No, no se preocupen, este artículo no va de Cataluña a pesar de que el título parece sugerirlo porque el ridículo de los últimos días me ha dejado boquiabierto. Cataluña no se merece un gobierno que quería la independencia y puede acabar sin autonomía tras haber violado todas las leyes, haber dividido a la sociedad y haber puesto en fuga a las empresas. Es difícil hacerlo peor.

Por eso hoy hablaré de Europa, que es más serio. Cuando era embajador en los Estados Unidos le oí decir a Hillary Clinton que nadie puede hacer una política exterior influyente en el mundo si no tiene detrás un país institucionalmente sólido y con una economía fuerte. Las verdades del barquero. La economía está remontando pues crecemos más que la media europea, creamos más empleo y las perspectivas son buenas. En cambio el insensato desafío independentista catalán nos debilita institucionalmente cuando Europa está en un momento decisivo porque estamos en la antesala de importantes decisiones que afectarán al futuro de nuestra Unión y nos conviene que lo que se decida no vaya en contra de nuestros intereses, lo que no está garantizado de antemano.

Europa está sometida a una triple presión de la que solo podrá salir reinventándose a sí misma. Los tres factores que nos obligan a repensarnos hacia el futuro son la crisis desatada en 2008, el brexit y la llegada de Donald Trump a la presidencia norteamericana.

La crisis que se desató en los EE UU tras la quiebra de Leman Brothers ha afectado a Europa de forma muy dura y nuestras estructuras han mostrado menos flexibilidad que las estadounidenses para salir de ella. Tampoco han sido adecuadas las recetas de austeridad impuestas desde Alemania, que han dañado a algunos países como el nuestro. Como dice Antón Costas en El fin de la incertidumbre (Península, 2017), la crisis ha roto el contrato social vigente desde la transición al deshacer el vínculo entre crecimiento económico y progreso social que estaba en la base de la Constitución y de los Pactos de la Moncloa. Las crisis económicas mal resueltas producen crisis sociales y luego políticas. En nuestro caso han acabado con el bipartidismo y han dado auge al populismo (que aquí es de izquierdas) y al nacionalismo catalán. Ambos fenómenos originados en las desigualdades y en el miedo de las clases medias a las consecuencias negativas de la globalización, el empobrecimiento presente y la inseguridad futura de una crisis que ha expulsado a nuestros jóvenes del mercado de trabajo. No son la solución. En otros países el populismo es de derechas pero también ha cobrado fuerza. La crisis tiene otra grave consecuencia que es el frenazo que ha dado al proceso de convergencia económica entre el norte y el sur del continente y que es preciso revertir si queremos tener un futuro común.

La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha sembrado el mundo de incertidumbre no menor que la que se vive dentro de la sociedad norteamericana, sometida a una ducha escocesa de decisiones contradictorias que parece que solo le permiten acertar cuando rectifica. Si a escala global el proteccionismo de Trump nos puede llevar a tensiones económicas de incierto resultado, su retirada del multilateralismo resultará en un mundo menos seguro y sus dudas sobre el cambio climático nos abocan a la catástrofe. Su esperanza de que la UE fracase como proyecto, su apoyo a las democracias iliberales de Polonia y Hungría, su consideración de la OTAN como una organización obsoleta, la aplicación de sanciones a Rusia que no tienen en consideración nuestros intereses energéticos son ejemplos que nos obligan a liberarnos de una cómoda tutela que ha durado muchos años pero que con Trump al timón ha dejado de ser fiable. Por vez primera la seguridad del continente depende solo de nosotros y es mejor actuar en consecuencia.

Finalmente el brexit, una decisión populista y poco reflexiva tomada al socaire de la crisis económica y con insuficiente consideración de sus consecuencias, que solo ahora comienzan a intuir muchos británicos, ha sido un torpedo en la línea de flotación del proyecto europeo. Ojalá logremos un acuerdo de divorcio que minimice esos daños y garantice una buena relación futura, lo que tampoco está garantizado pues no es infrecuente que en las separaciones los factores emocionales tengan un peso muy grande. Pero el brexit tiene al menos una gran ventaja porque equilibra la relación francoalemana al quedar Francia como única potencia nuclear de la UE y como único miembro permanente con derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. No son cualidades menores y esto apunta a un relanzamiento del eje francoalemán que siempre ha sido el verdadero motor de Europa. En Francia ha sido elegido el europeísta Macron y Merkel renueva como canciller en Alemania (aunque no es buena noticia que tenga que gobernar con los liberales antieuropeos). Ha llegado el momento de relanzar el proyecto europeo.

¿Y España? La cuarta economía de la eurozona, miembro de la moneda única y del espacio sin fronteras de Schengen tiene mucho que decir en esta coyuntura. Porque si no lo hace, Europa se hará sin tener en cuenta nuestros intereses y eso no nos conviene. Para influir necesitamos tres cosas: ideas sobre lo que queremos, voluntad política para imponerlas hasta donde lleguen nuestras fuerzas y un estado fuerte que las respalde. No estoy seguro de ninguna de las tres condiciones se cumpla ahora, aunque la buena noticia es que las tres tienen arreglo porque dependen únicamente de nosotros.

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