Tras escuchar en directo a Rajoy, me pongo las orejeras e intento abstraerme del momento histórico para pensar en dos asuntos que me han preocupado en los últimos días, porque la vida sigue pese a esta revolución de pacotilla. El primero es el fuego que hace siete días arrasó el Val Miñor (el valle del río Miñor en Pontevedra) y otros lugares del norte como un monstruo de mil cabezas, más propio de una película de catástrofes de los 70 que de la dulce, húmeda y verde Galicia, la del minifundio, los tomates de aldea y el licor café casero en la sobremesa.

Viví con zozobra la tarde del último domingo porque tengo familia y buenos amigos allí que me transmitieron de primera mano la angustia del no saber qué ocurriría en las próximas horas. Ahora lo sabemos: cuatro muertos, familias arruinadas y un monte que era un alabar a Dios fundido a negro, como en las películas de antes.

Los hilillos (y no es coña) de un huracán que les tocó de refilón, las extraordinarias temperaturas y la escasa humedad después de meses de una inaudita sequía propiciaron la debacle junto a otros desencadenantes.

Ver las playas del norte llenas de bañistas en octubre es tan desconcertante como que las ranas críen pelo. Pero los bañistas, en vez de asustarse, celebran su suerte en los informativos, sin percatarse, alma de cántaro, que el veroño es el cambio climático y éste no trae nada bueno.

En el segundo asunto importante me incrusté esta semana por motivos profesionales: un congreso nacional sobre discapacidad organizado por la asociación canaria Adepsi, en el que participaron entidades de las islas y de la península, técnicos, catedráticos de universidad, políticos y familias.

La vitalidad y rigor profesional y científico del sector de la discapacidad en España en general y en Canarias en particular merecen un chapó, y es así pese a la indiferencia de los demás y a que las administraciones, si van, suelen hacerlo a remolque.

Ha cambiado el cuento como decía uno de los ponentes: ya no apartamos a las personas con discapacidad intelectual en instituciones ni las tildamos de deficientes, ahora queremos que vivan como ciudadanos de pleno derecho. Lo son, no es una dádiva, es una urgencia, una exigencia, una obligación legal. Solo necesitan apoyos, y en esto está el sector.

Si quien puede y debe aplicara más sentido común al clima y a la discapacidad, como en tantos otros aspectos, mucho mejor nos iría a todos, también en Cataluña, tan alongada ya al precipicio que da miedo.