La Provincia - Diario de Las Palmas

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Miedo

L En YouTube alguien se dedicó a recoger algunas filmaciones de aficionados tomadas en Polonia cuando faltaban tres o cuatro días para el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, en el verano de 1939. Se veían parejas de enamorados bailando un fox-trot en un pantalán del mar Báltico, unos niños que jugaban en una calle, unos judíos barbudos que se reían en una callejuela del gueto, una mujer que miraba un escaparate. En otra filmación se veía un pequeño desfile militar con caballos que tiraban de unos cañones; los cañones parecían tan antiguos que daban la impresión de ser inservibles. Al frente del desfile iba el director de una banda de música que movía delicadamente el brazo en el aire. Más allá, un coche elegante cruzaba por una avenida casi vacía. En un café, unas mujeres con vestidos escotados -era verano y hacía calor- charlaban mientras tomaban un helado. Nadie parecía preocupado, nadie parecía estar al corriente de las noticias que se difundían en la radio y en los noticieros de los cines. Pero unos pocos días después del desfile y de las charlas en el café y de la apacible imagen de los niños que jugaban en la calle, los nazis invadieron Polonia y todo aquel mundo tranquilo y seguro se vino abajo en un parpadeo. Polonia se convirtió en el siniestro Gobierno General del sádico Hans Frank. Me pregunto cuántos de aquellos judíos que se reían en una calle del guetto seguían vivos tres años más tarde.

Me imagino que todos aquellos ciudadanos polacos creían en las leyes, en los tratados internacionales y en las declaraciones de los políticos que les aseguraban que no había motivo alguno para preocuparse. Por eso bailaban tranquilos en un pantalán o miraban un escaparate. Pero de un día a otro descubrieron que ya no servían para nada ni las leyes ni las promesas tranquilizadoras de los políticos. Todo su mundo de seguridades jurídicas y de leyes que se cumplían se vino abajo en un solo segundo. Y cuando eso ocurrió no quedó nada en pie. El Estado desapareció de un plumazo, con toda su carga burocrática de normativas sobre los envíos postales y de regulaciones para los tranvías y de normas de salubridad para servir helados en los cafés. De un día para otro todo eso desapareció y fue sustituido por el capricho absoluto de unos cuantos jerarcas nazis y de todos los que servían a sus órdenes. Un soldado raso alemán tenía más poder que el antiguo primer ministro. Un policía de paisano podía comportarse con la misma arrogancia y la misma crueldad que un aristócrata del siglo XIX. Las normas ya no servían para nada. El Estado había dejado de existir. Y en su lugar no había nada más que capricho y arbitrariedad y despotismo.

Digo esto porque muchos jóvenes actuales no son conscientes de que estas cosas ocurren. Y no sólo los jóvenes, sino algunos que no son tan jóvenes pero se comportan como si tuvieran tres años, sobre todo cuando se dejan arrastrar por los delirios de la demagogia y de la épica nacionalista. Y como han vivido toda su vida en un mundo seguro y tranquilo, están convencidos de que esa seguridad y esa tranquilidad durarán para siempre. Y como han vivido en una sociedad en la que siempre han existido las garantías jurídicas y se han respetado todos los derechos -a pesar de las experiencias negativas que han sufrido con las hipotecas y los contratos basura-, esa gente cree que se puede derribar tranquilamente un sistema jurídico y político y económico porque no va a pasar nada y todo seguirá igual, o mejor aún, o incluso mucho mejor aún que lo que hay ahora. Y en el glorioso futuro todo será color de rosa.

Esa gente es la que dice que da igual que te quedes sin bancos ni empresas, porque el dinero, tan obediente, brotará él solito de las ramas de los árboles. Es la que dice que da igual la posibilidad de un enfrentamiento real entre cuerpos de seguridad y manifestantes -o entre dos cuerpos de seguridad-, porque al final nunca pasa nada grave y todo se acaba arreglando, aunque sea a costa de algunos muertos (los muertos, claro, nunca serán ellos). Es la gente que cree que da igual vivir envueltos en mentiras porque la verdad, al fin y al cabo, ya no le importa a nadie. Y es la gente que cree que se puede tensar y tensar la cuerda, pase lo que pase y se diga lo que se diga, porque al final todo se acabará arreglando. Da igual si el odio anda suelto y la violencia se palpa en la calle. Da igual si los gritos y las amenazas -o el recelo y el miedo- empiezan a ser la moneda de uso corriente en la calle. Todo eso da igual. Al final, pase lo que pase, todos seguiremos bailando en el pantalán y tomando nuestro helado favorito -el de coco puro Sri Lanka- en el café de la esquina. Ahora mismo, gracias a esos ilusos -o idiotas, o iluminados, o lunáticos-, vivimos como aquellos ingenuos polacos que no sabían lo que se les venía encima. Y aunque cueste creerlo, ni siquiera somos conscientes de ello.

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