La UD Las Palmas lo tenía todo de cara para volver a marcar una época. Absolutamente todo. A un grupo de jugadores de la casa sobrados de talento, varios complementos de nivel y mediáticos, una caja fuerte muy sana y un entrenador que casaba con el estilo histórico del club y había exprimido a la perfección a una plantilla novata en Primera. Había hecho lo más difícil la entidad insular hasta la mitad del curso pasado: sobrevivir a una deuda estratosférica, ascender tras el 22-J y, sobre todo, estabilizarse en la máxima categoría.

No había logrado la segunda permanencia cuando empezó el suicidio. Por ir de sobrado renunció a un técnico, Quique Setién, que había triunfado -15 derrotas en 19 partidos desde que anunció que no iba a renovar- hasta que le empujaron, traspasó a un jugador clave para no invertir ese dinero en la plantilla -Roque-, dejó ir a otro de sus pilares -Prince- y se pensó que con juntar varios buenos jugadores iba a ser suficiente. Leganés, Valencia y por supuesto el Betis le están dando una lección a la UD de la importancia de los entrenadores. No basta con tener grandes jugadores -que los hay-, sobre todo si les han dado a éstos la autoridad en el vestuario.

El fracaso de Manolo Márquez está encontrando continuidad en Pako Ayestarán, cuyos tumbos en las alineaciones y descargarse de responsabilidad en la rueda de prensa de ayer le retratan. Todo ello con un balance de diez derrotas en sus diez últimos partidos como entrenador.

El escenario es dantesco. En puestos de descenso, con la moral por los suelos y divididos con la afición varios meses después de tener un futuro más que prometedor. Imposible autodestruirse más rápido.