La Provincia - Diario de Las Palmas

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Un hombre a punto de perder su pantalón

Del país de las sonrisas han huido medio millón de personas en dos meses hacia la frontera con Bangladesh. De Birmania nos han llegado imágenes dantescas de niños que se ahogan cruzando los ríos crecidos por el monzón, pero en Europa tenemos suficiente con lo nuestro. Myanmar es una tierra de gentes amables con el visitante, que conservan ese punto de ingenuidad en el trato con los occidentales tan difícil de encontrar ya por el mundo. Pero allí se está cometiendo un genocidio en toda regla contra los rohinyá, una etnia minoritaria musulmana, y la mayoría sonriente y budista lo aprueba. O al menos calla y mira hacia otro lado. Om mani padme hum, el mantra del bodhisattva de la compasión, es recitado al alba por millones de fieles, mientras al oeste del país se tirotean civiles y se incendian centenares de aldeas. En el mismo villorrio, cordialidad sincera con el turista y delación con el vecino. ¿Se puede hablar de un solo pueblo birmano?

George Orwell nació en una familia inglesa de clase media, pero pudo estudiar en la exclusiva escuela de Eton gracias a una beca. Al graduarse no pudo conseguir más ayudas para costearse una universidad, y a los diecinueve años decidió enrolarse como oficial de la Policía Imperial en Birmania. Allí pasó un lustro de su vida, hasta que un buen día, sin previo aviso, presentó la dimisión y volvió a Inglaterra, indignado ante la injusticia colonial de la que fue testigo. De su estancia entre pagodas e insurgentes surgió Los días de Birmania, la primera novela del escritor inglés y un retrato despiadado de aquella sociedad clasista. La experiencia birmana marcó para siempre el carácter de Orwell, y supuso un hito en su formación humanista: "Sentía que tenia que romper no sólo con el imperialismo, sino con cualquier forma de dominio del hombre sobre el hombre". Pero Orwell nunca ocultó una cierta fascinación por las armas y los uniformes. Era un hombre de acción, algo temerario, que se burlaba del pacifismo pazguato de la izquierda de su país. Un socialista como él tenía todos los números para acabar de miliciano en una trinchera española, disparando a los fascistas.

De la Guerra Civil española volvió con un herida de bala en el cuello y una convicción: sólo la derrota del totalitarismo podría asegurar la victoria del socialismo democrático. Orwell pensaba que, durante su paso por los frentes aragonés y catalán, su vida había corrido más peligro por culpa de los estalinistas que por los fusileros franquistas. Cuando dio testimonio de la forma en que los comunistas habían traicionado la causa republicana, llegaron las calumnias y las campañas de desprestigio: "Lo que vi en España y lo que he visto desde entonces del funcionamiento de los partidos de izquierda me han provocado horror a la política". El pensamiento de Orwell, incluida su fascinación pasajera por el anarquismo, merece respeto por su defensa a ultranza de la libertad intelectual, por la preeminencia del individuo frente a la ideología. Como en Camus y en Koestler, prevalece por encima de todo una búsqueda de la fraternidad que rechaza las categorías y las máscaras ideológicas. Orwell relata una anécdota asombrosa de su paso por nuestra contienda. Parapetado en una defensa, vio saltar a un hombre desde una trinchera enemiga, completamente al descubierto. Estaba a medio vestir, y mientras corría se agarraba el pantalón con ambos manos. Orwell lo apuntaba con su fusil, era un blanco fácil, pero no disparó: "Vine aquí para disparar a los fascistas, pero un hombre a punto de perder su pantalón no es un fascista. Es, manifiestamente, una criatura como tú y como yo, perteneciente a la misma especie, y uno no siente la más mínima gana de matarlo".

En Cataluña no hay milicianos ni fascistas disparando desde las barricadas, pero demasiada gente está olvidando algo tan simple como la condición humana de los que piensan distinto. Personas que se suben y se bajan los pantalones cada día, a veces también a la carrera, cuyas vidas y afectos deberían valer más que cualquier ideología. Como en Birmania, uno ha visto las sonrisas y los silencios en seres de la misma especie, nacidos en el mismo país, y por eso mismo cuesta tanto reconocer un solo pueblo catalán, o español. Lo único que se alcanza a distinguir son individuos que necesitan convivir, y a eso se debería dedicar la política.

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