Tienen razón los que se ríen de esa fantasía de cambiar el modelo económico de un país durante un fin de semana con el voluntarismo político como toda herramienta de transformación. Se pueden hacer muchos chistes al respecto y no les falta justificación, por supuesto. Pero cuando Fernando Clavijo parece descolgarse con una obviedad -la pobreza y la desigualdad de la sociedad isleña son una consecuencia del desarrollo de un modelo productivo concreto- en realidad está soltando una evidencia que cualquier presidente coalicionero anterior -incluyendo Román Rodríguez- se cuidó mucho de explicitar. Una economía basada en los servicios turísticos y la construcción es capaz de crear puestos de trabajo, pero no es un sistema que genere un alto valor añadido ni que potencie la empleabilidad entre los jóvenes ni que asegure fácilmente su propia sostenibilidad ni que conecte necesariamente con la sociedad de la información que garantiza incorporarse al proceso de globalización mundial. El turismo no puede ni debe desaparecer, pero Canarias debe consensuar una estrategia de diversificación económica si quiere sobrevivir como proyecto político. Aunque se trata de un objetivo complejo, conflictivo y arriesgado, no queda otra.

Ciertamente una de las prioridades de los poderes públicos ya en el franquismo, y que continuó siendo la premisa básica en el régimen autonómico, consistió en conseguir ventajas fiscales para las empresas canarias. Lo fue porque el personal político del tardofranquismo en Canarias representaba los intereses del bloque de poder económico en el Archipiélago -y así se negoció el REF de 1972- y de la misma manera, aunque desde algunos supuestos programáticos distintos, el suave y ergonómico nacionalismo de Coalición Canaria asumió ese compromiso. Se ventilaban intereses empresariales, por supuesto, pero esa estrategia política se sustentaba igualmente en un correlato social: las empresas canarias eran diminutas y débiles, carecían de músculo financiero, no trascendían, salvo excepciones muy contadas, del ámbito local, su adaptabilidad a las coyunturas negativas resultaba nula.

El objetivo no se ha errado totalmente. En la actualidad las empresas canarias son más numerosas, son más resistentes y en general están mejor gestionadas que hace treinta años, aunque la gran mayoría del tejido productivo lo trencen todavía microempresas que se crean y se destruyen velozmente según la habitual taquicardia de la dinámica económica isleña. Pero el modelo binómico construcción-turismo -como cualquier modelo económico- genera un conjunto de relaciones sociales y laborales que avanzan en la dirección contraria de la igualdad de las oportunidades y de unas clases medias sólidas, lo que, entre otros rasgos, caracteriza a las sociedades democráticas mejor desarrolladas. Y si no se transforma ese modelo nada cambiará sustancialmente.

Por supuesto que hay razones para el escepticismo. Pero también ejemplos estimulantes. Allá por los setenta, cuando el turismo de sol y playa comenzó a despegar en Canarias, Finlandia era apenas un páramo helado, pobre, ensimismado bajo el ala soviética. En un cuarto de siglo todo cambió. Y el cambio fue posible a través de la inteligencia política, la voluntad de consenso, la articulación de proyectos y programas basados en la creatividad y en la excelencia empresarial, docente, investigadora, en la inversión en un Estado de Bienestar generoso, pero eficaz y eficiente en la gestión de los recursos. Es lo que falta aquí. Es lo que tal vez no se consiga, pero que no se diga que era imposible. Si es imposible será por nuestra incapacidad política, por el infame egoísmo de una élite empresarial suicida, por la pasión ideológica arrasando un realismo reformista y pactista. Será por culpa nuestra.