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Palabras en el Malpéis

Flora Araña: Mater amantísima

Aparecen en mitad de la bruma de los días inciertos y llenan de luz el pequeño lugar que ocupan en el mundo y sus alrededores. Forman parte de una comunidad casi silenciosa, obrera de su fe y la de otros; a veces silenciada por la opulencia del rito, por una historia milenaria llena de luces y sombras a la que se deben. En el peor de los casos, por la amoralidad de algunos de sus pastores, sufren; también en silencio.

Pero aún casi anónimos, en bondad son inmensa mayoría. En los poblados de la profunda África, en la sonoridad animal de las selvas amazónicas, en la inquietante humedad de las aldeas filipinas, en los cerritos horadados del altiplano o en las calles abigarradas de la India urbana, dan fe de su fe, de su compromiso con la vida; construyen a la mujer y el hombre nuevos con el humilde barro de la pobreza. Y en esa distancia, en ese mundo donde la utopía se convierte en cristiana y redentora del dolor y la injusticia social, la mujer y el hombre misioneros se nos aparecen como lo que son: héroes en carne y hueso.

Se ha de reconocer que la misionería en países del tercer Mundo, por ser tan riesgosa y llena de peligros físicos, no deja de tener una áurea de virtud que nos parece mayor que aquella que se ejerce cerca de nosotros, en los barrios, en las escuelas y centros de educación liderados por religiosas y religiosos de las ciudades de nuestro afortunado hemisferio económico. Pero debe haber hueco en nuestros corazones para otras historia de vida.

Cuento todo esto porque hace pocos días falleció en nuestra ciudad una mujer admirable, religiosa salesiana, que ejerció de profesora de música -durante casi toda su vida en comunidad- en diversos colegios a la que su orden tuvo a bien destinarla. Se llamaba Flora Araña.

No figurará en la historia oficial de la música de nuestro paisito; sin embargo ocupará, sin duda, un lugar muy destacado en el corazón y la memoria de numerosas chicas a las que indujo a conocer y disfrutar del embriagado placer de escuchar y hacer música. Hablaban mucho sobre ella mi Olga -fue la primera persona que creyó en su extraordinario talento- mi Luisa, mi María, mi Macu, mi Laura, mis Esther, mis Rosas? Esas y otras amigas de la juventud ingenua de los años 80, cuando pretendíamos ayudar a construir una canción que sonara a Canarias.

Me contaron siempre sobre su excelencia educativa, sobre su complicidad y compromiso con aquellas adolescentes del Árbol Bonito que bajaban del barrio cada mañana hasta el colegio con las maletas cargadas de sueños y esperanzas. Ella supo poner, con cariño infinito, música a aquellas esperanzas.

Si existe, como creía aquella humilde profesora de música, un coro de ángeles que recibe a las almas buenas mientras se les abre las puertas del Paraíso, habrá sido un coro de miles de voces quienes la hayan celebrado; será el eco de las voces de todas aquellas niñas isleñas a las que educó en el Arte de las musas. Descansa en paz, sor Flora Araña, Mater amantísima.

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