Debe ser mi última oportunidad y como los condenados a muerte aprovecharé para una confesión íntima y general que no espera obtener el perdón de nadie en su sano juicio. Confieso una vida tan terrible, criminal y canallesca que no sé por dónde empezar: me gustan la ginebra, los helados California y la prosa de Bruno Mesa, no soy comunista, abomino de los nacionalismos y no amo a España, ni a Cataluña, ni a Canarias, suelo olvidarme de bajar la taza del retrete, me espantan el fútbol y los carnavales, jamás he apreciado la pintura de Néstor de la Torre, ingiero demasiados hidratos de carbono, ya no amo la noche, chismorreo con los vecinos durante los traslados en el ascensor, estoy envejeciendo y comienzo a sentir más nostalgia de los vivos que de los muertos, no cedo fácilmente mi asiento en el tranvía a las ancianas, confío poco en los lectores y en los cocineros de los restaurantes chinos, leo los periódicos como si se trataran de transcripciones obtenidas a través de una ouija, tiendo a preferir equivocarme solo que acertar con los demás y a veces, solo a veces, viceversa.

Ciertamente que como criminal, qué digo, como simple y vulgar desaprensivo, se trata de un historial realmente modesto. No soy un dirigente político inseguro, torpe y acobardado que responde con insinuaciones e insultos a la crítica en un medio de comunicación, por ser radicalmente incapaz de entender lo que es una sociedad democrática, por no comprender que se responde con actos y argumentos a los análisis que no se comparten y que pueden molestar a epidermis exquisitas. Tampoco ejerzo de mesías periodístico entregado a limpiar las infinitas corrupciones, reales e imaginarias, que detecto heroicamente a mi alrededor, mientras la mierda revienta sus retretes. Envidio sinceramente esas éticas elásticas y prêt à porter que sirven para ocultar las vergüenzas malolientes mientras se dictan sentencias morales como palillos y se codifican deontologías ad hominem.

Pero sobre todo, y ese es el punto central de esta confesión bajo la última luz del día, reconozco una incomprensión básica. No comprendo, sinceramente, que no se hayan enterado que, esté donde esté, seguiré escribiendo durante los restos. No escribiendo novelas, sonetos al itálico modo o greguerías, sino escribiendo sobre la actualidad de mi país, sobre sus inercias y convulsiones políticas y económicas, sobre sus esperanzas y expectativas y sus duelos y quebrantos, sobre sus políticos, sus empresarios, sus escritores o sus periodistas. Llevo más de un cuarto de siglo apostado en una columna sin sombra ni tumbona, me he caído muchas veces para encaramarme de nuevo y volver a escribir, cobrando y sin cobrar, perdido en el interior o en la contraportada. Qué confusión tan lamentable, qué desperdicio de frenesí en la calumnia mezquina y la indignación postiza, cuando los acompañaré el resto de su vida. La primera vez que debí acudir a un juzgado fue porque un pintor me denunció por afirmar -sin duda insensatamente- que pintaba mal. A ustedes les ocurre lo mismo. Pintan mal. Realmente mal. Y los seguiré enmarcando.