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Weimar y nosotros

Que la televisión alemana haya decidido montar una serie sobre la República de Weimar es una noticia que conviene saludar. Que le haya dedicado el mayor presupuesto de la televisión alemana de todos los tiempos todavía es más significativo. La decisión relevante parece haber sido situar la acción en 1929, en el año que salió publicada Berlin Alexanderplatz, en lo más recio de la crisis económica y antes del final de los Gobiernos parlamentarios, lo que tendría lugar con la llegada a la Cancillería del primer gabinete presidencial de Brüning. En efecto, en los siguientes comicios de 1930 los nazis comenzarían su escalada junto con los comunistas, y ya no se pudieron formar Gobiernos estables con mayoría parlamentaria. Al narrar el tiempo anterior a la masiva presencia de Hitler, la televisión pública alemana no tiene que mostrar escenas con símbolos nazis, algo que la opinión pública alemana recibe con disgusto.

Es inverosímil que la televisión pública se gaste tanto dinero en una serie televisiva sin intereses políticos y pedagógicos al servicio de la República Federal y de su democracia. El método es crear efecto realidad. Como tituló el profesor Gumbrecht su libro sobre la misma época, también la serie se mueve al borde del abismo del tiempo de la catástrofe. A pesar de no ser una obra maestra, recrea muy bien la atmósfera de la república de Weimar y se hace eco de todos sus iconos, a los que dota de vida narrativa intensa. Otras veces la cámara se recrea en aspectos de la vida cotidiana con la curiosidad del documentalista. Así pasan por nuestra mirada utensilios, muebles, interiores, vestidos, miseria, neuróticos, psicóticos, todo con la parsimonia de un reportaje gráfico. Por doquier la serie nos recuerda Berlín, sinfonía de una gran ciudad, Metrópolis o El gabinete del doctor Caligari. Y de hecho ese es su mayor atractivo, mostrarnos aquella mítica época con las exigencias técnicas que asociamos a la producción de presencia. Por momentos, los cuadros de Gross o de Otto Dix toman vida y aunque lo que vemos es menos impactante, es más actual.

En efecto, esta primera temporada se empeña en actualizar al máximo la República de Weimar. Se trata de acercar distancias para que el espectador a veces crea que vive el presente. Para ello abusa del derecho de cita y lanza al espectador al deporte de pescar la inspiración de escenas, encuadres, motivos y recursos de otros elementos culturales actuales. La impresión más intensa es que aquel tiempo ya era el nuestro. A eso ayudan los elementos musicales, que conectan Marlene Dietrich con Nick Cave, o Duke Ellington y Josephine Baker con James Brown.

Cuando el espectador entra en los lujosos restaurantes japoneses, o en el Moka Efti, tiene la impresión de que lo visto en miles de películas americanas ya estaba en Weimar. Y es verdad. Casi todo estaba allí. Una línea muy trazable puede mostrar la continuidad de Weimar con la cultura popular que emergió en los años 60, cuando ya la nueva generación dejó de sentir el ánimo sobrecogido por la pasada guerra.

La casualidad ha querido que cuando la serie se emite en español la universidad Complutense de Madrid también revise la época de Weimar. En el congreso participarán conocidos especialistas en el Derecho y la política de la época, desde Carlo Galli hasta Massimo La Torre, desde Giuseppe Duso hasta Patrice Vermeren. Nosotros también queremos producir el efecto actualidad. Sin embargo, creo que podemos apreciar una finalidad diferente en la serie televisiva y en nuestro congreso. Desde luego, algunos elementos son comunes. La serie desea mostrar cómo los esfuerzos por defender la democracia fracasaron y ese es también nuestro objetivo: estudiar cómo se puede hundir un régimen democrático.

Pero me temo que aquí acaban las convergencias.

La cercanía entre Weimar y nosotros para la serie es propedéutica. El argumento diría algo así: aquella crisis no supimos manejarla, la actual sí.

La conclusión que nos induce la serie podría ser: apreciemos más lo que tenemos. Allí, una sociedad podrida, obsesiva, psicótica, enferma, pobre hasta la miseria. Hoy estamos muy lejos de eso. La consecuencia es una: todavía tenemos mucho por lo que luchar. Allí, una crisis despiadada que lanzó a la desesperación; aquí, una crisis de la que Alemania ha salido entera. Allí, una carencia de Estado; aquí, todavía una autoridad. Allí, grupos autoorganizados en el secreto, al margen de la violencia legítima; aquí, una autoridad indisputada y respetada. Allí, los servicios secretos de la potencia soviética jugando con los enemigos del Estado; aquí, una capacidad de mantener a raya al gigante eslavo. Allí, la mayoría de la población entregada a hundirse cada uno en su naufragio psíquico; aquí, todavía dispuestos a los equilibrios entre el trabajo y la discreta y aburrida diversión del turismo colectivo. Si eso os deprime (nos viene a decir la serie), mirad lo que era una sociedad sin horizonte.

Y sin embargo, el efecto cercanía también nos sugiere que la distancia entre aquella sociedad y la nuestra no es infinita, que se puede recorrer en una generación, que hay indicios que permiten pensar que hay poderes interesados en recorrerla. Y creo que ese ha sido el argumento que nos ha llevado a nosotros a revisar los aspectos de aquella época. También nosotros tratamos de leer los fenómenos que nos hablan de una cercanía. En 1929 se trataba de un Gobierno socialdemócrata que luchaba por salvar la democracia. Luego, a partir de 1930, se trató de Gobiernos que ya querían otra cosa, poderes que en el tiempo de la serie asomaban las orejas con siniestro aspecto diabólico. Es posible que en Alemania esta serie produzca el efecto de decir: todavía estamos a tiempo de detener eso que se llama Alternativa para Alemania.

Comparada con aquella vida de 1929, se nos dice, todavía debemos sentirnos moderadamente satisfechos. No finjamos una desesperación que no tenemos.

Pero, ¿y nosotros? Me temo que nuestro efecto cercanía no es tan positivo ni la pedagogía tan fácil. Nosotros apreciamos más un efecto cercanía con 1930. Es verdad que no somos una sociedad tan deprimida como aquélla, ni tan enferma. Pero somos un país que tiene que dar la voz de alarma para luchar por la democracia con rigor y conciencia. Y eso es lo que genera para nosotros la cercanía con Weimar, con sus extrañas inquietudes. Aquí también nos gobiernan por decreto hasta el abuso; aquí también han reducido al máximo el Parlamento; se confía con máxima ceguera en el Tribunal Constitucional, y se fetichiza una Constitución de papel como coartada para desconocer la constitución existencial. Aquí también se interviene el Gobierno de una Comunidad con un golpe político cuya defensa se entrega a los jueces de todo tipo y escala, y se interviene el Ayuntamiento de la capital del Estado sin explicación. Aquí también los grupos independentistas con aceleración suicida y con deslealtad miope destruyen el único régimen constitucional español de la historia generando las condiciones para su derrota histórica.

Por lo demás, todo el proceso lo dirige un gobernante corrupto, cuyo sentido de la democracia es tan mínimo que no puede atisbar una reforma de la Constitución para resolver un conflicto sustantivo propio de un Estado federal que su política económica hace inviable. Y aquí también una intensa crisis económica se cierra en falso enquistando la miseria, mientras se sueña estabilizar un electorado elección tras elección, para así cerrar una crisis política que viene producida por su incompetencia.

Weimar muestra que todo eso mató la democracia. La serie alemana viene a decirnos: "Ánimo. No estamos como en 1929". Nuestro Congreso desea decir: "Atención, no demos un paso más por el camino de 1930". Pero para unos y para otros Weimar siempre será nuestro laboratorio político.

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