Aquella noche el viejo ventilador trabajaba sin descanso y, aun así, la camisa se me pegaba al cuerpo. Secaba el sudor de mi frente y cuello mientras observaba la calle a través de las persianas. Me había citado allí la voz enigmática de una mujer, a esa hora tardía, y fue la perfecta excusa para no dar vueltas en la cama abrazado al bochorno. La vi aparcar y bajar del coche con una elegancia que no pegaba con el barrio. Intenté ordenar un poco y luego me senté tras el escritorio. Dibujó su sombra cuando se detuvo antes de atravesar la puerta de cristal, quizá porque dudaba de su empresa o tal vez, simplemente, para leer el letrero: Martín Lenguado, detective privado. Al fin, entró al despacho y con ella el caso más extraño de mi carrera.

No se presentó y cruzó las piernas antes de explicarse. Por lo visto quería conocer la identidad de un tipo que aparecía en la contabilidad B de un partido político de renombre. Sabía el apellido, Rajoy, pero del nombre solo conocía su inicial. Debía buscar a M. Rajoy. Me trajo los papeles de un tesorero imputado como hilo del que tirar. Por supuesto, debía ser discreto durante las indagaciones, y aunque pude oler el aroma a gato encerrado, acepté el caso porque pagaba el triple de mis patéticos honorarios.

Decidí comenzar por los bajos fondos. Le hice una visita a Pacuco, el Periodista, un confidente bastante fiable. Me dijo que el apellido Rajoy era catalán, me sorprendió ese detalle, pero que no tenía ni idea de quién podría ser M. La voz le tembló al decirlo, así que opté por seguirle. Anduve tras él un par de calles hasta que un coche salió de la nada y lo arrolló sin reducir velocidad. Cuando fui a socorrerle ya era demasiado tarde. Me agarró de la camisa y me susurró las últimas palabras de su vida: "Constitución". La cabeza me daba vueltas, ¿M es de constitución fuerte? ¿De constitución delgada? Finalmente, Pacuco suspiró y abrió el puño antes de fallecer, y de su mano surgió la llave de una taquilla, la 155. Lo que quedaba de noche la pasé declarando en comisaría con la llave escondida en un zapato.

Al salir por la mañana fui a desayunar churros al Papeo's, pero el camarero se confundió y me puso pan tumaca. Allí, a mitad del café, me pasaron una llamada. Esto significaba que alguien sabía dónde me encontraba en cada momento. Poca broma. Una voz masculina me citó en el aparcamiento del centro comercial para esa misma noche y colgó rápidamente. Pagué y me fui mirando de reojo a todo. Cuando regresé a mi despacho una estelada colgaba de la ventana. Como yo no tengo banderas y la puerta estaba entreabierta desenfundé a la Laja, mi pistola de cabecera. Lo habían dejado todo patas arriba, seguramente buscando la llave que tenía en mi poder y, luego, habían desaparecido.

Llegó la noche y acudí a mi cita con el desconocido. Lo encontré en el segundo piso del aparcamiento fundiéndose entre las sombras como el humo de su cigarro. "Llámame Garganta Abisal". Y así lo hice, a cierta distancia. Le pregunté por la llave y me dijo que buscara una taquilla en el aeropuerto del Prat. Otra vez las pistas apuntaban a Cataluña. Le pregunté por M. Su respuesta fue airada: "Me estoy jugando el cuello, tú eres el detective", y se metió en su coche, "piensa una cosa, ¿quién gana con todo esto? Ahí está la respuesta" y arrancó.

Alguien movía los hilos y yo era su marioneta, pero viajé a Barcelona y busqué la dichosa taquilla. Dentro había un sobre y en su interior la foto de un tipo con gafas y flequillo desconcertante, ¿quién podría ser? Detrás de la fotografía estaba escrito "Muigdemont". ¡Por fin lo había encontrado! Sin duda era él: ¡M!

Salí a la calle y quedé atrapado en medio de una manifestación. La gente pedía que se liberara a ciertos presos, pero yo seguía pensando en el caso porque aún faltaban piezas del puzle. ¿Quién atropelló a Fondón? ¿Acaso la mujer que me contrató? ¿Quién era Garganta Abisal? Y, sobre todo... ¿cómo se apellidaba Muigdemont? Me lo había dicho mi cliente pero, por alguna misteriosa razón, ya no conseguía recordarlo...