La normalidad goza de una salud excelente. Campa a sus anchas y no necesita dotarse de argumentos para defender la permanencia en su reinado. Tampoco se ve obligada a justificar su manera de proceder en ningún momento y bajo ninguna circunstancia. Se mueve por doquier con total espontaneidad. Tiene tanto arraigo entre los habitantes que carece de miedo a ser destronada. Dispone de múltiples vías para expresarse libremente. Sin embargo, siente predilección por sus portavoces más campechanos: personas corrientes. Son ellas sus verdaderos guardianes. Se juntan, conversan, se divierten y se estremecen. Actúan de una manera muy natural, de acuerdo a la lógica aplastante de la normalidad: una lógica sustentada en sobrentendidos. Dan entonces por descontado que las cosas son como son y punto, porque sí.

Hablan de asuntos que conoce, así lo creen, el común de los mortales. Si un individuo relata cualquier suceso, otros contestan con uno similar relacionado con dicho acontecimiento. Emiten, mientras tanto, juicios indiscutibles, evidentes. Se da por supuesto que no hay que aclarar nada. Cualquiera sabe, cómo no, de qué se habla. Junto a ellos reina, vestida con su manto dorado, la normalidad. Ella desconoce, sin embargo, que cuando la gente se reúne aparecen garbanzos negros entre los anaranjados. Nada sabe de los pensamientos que danzan en la trastienda de la cabeza. ¿O acaso no existen seres no normales como el narrador de Carta breve para un largo adiós, novela de Peter Handke? Harto de oír una y otra vez las mismas cosas, a este narrador le extrañó que nadie de su grupo se plantease la posibilidad de que él no estuviera de acuerdo con las ideas de los demás. "Me contaban siempre las historias más idiotas con tanta tranquilidad como si les resultara imposible imaginar que yo pudiera escucharlas de otra manera que no fuera en calidad de cómplice", dice en el libro.