Durante algunos años me acompañó como cabecero de mi cama Roberto Santamaría. ¡Qué tío!, pensaba cada vez que miraba el cuadro en cuestión. En la imagen estaba él parando un penalti en el Estadio de Gran Canaria en su primer día como titular, en un disparo desde los once metros de Fabián Canobbio que el árbitro mandó a repetir en el descuento. El partido acabó con victoria de la UD ante el Celta por 1-0. En mi visión adolescente y amarilla de la vida no había nadie que tuviera más mérito para dormir sobre mi cabeza. Más aún cuando lo que más me gustaba era limarme los codos cada fin de semana.

Ahora ese póster está en el trastero de casa, cogiendo polvo con otros tantos cachivaches. Lo descolgué el verano que forzó su salida aludiendo problemas personales de su pareja en aquel momento para jugar en el Málaga. Rechisté y lo repudié. ¿Cómo podía hacernos eso? ¿Cómo nos podía dejar tirados así? ¿Cómo me había engañado tan bien?

Aquello me sirvió para empezar a relativizar otras cosas del balón, para empezar a entender que el fútbol y el beso al escudo son compañeros de viaje volátiles. Cuando empecé a dar los primeros pasos en una redacción, más aún. El funcionamiento de los agentes y su lonja de jugadores, las comisiones, los billetes que vuelan, los entresijos de los clubes...

Compadezco a todos los que estos días han descolgado un cuadro de su habitación porque con la marcha de Viera volví a sentir, aunque de otra manera, aquello que me pasó con Santamaría. Imagino que en algún sitio de esta Isla algún chaval habrá pensado por qué le puso su nombre a la camiseta, que no entiende por qué tanto dinero le ha cegado para irse a jugar a China -habría que ponerse en esa situación- y que ahora mismo sienta una puñalada en su costado.

Si volví a sentir aquello por la marcha de Viera, futbolísticamente grave, no fue solo por su adiós en el césped, sino por la pérdida de su simbolismo. Para una generación Jonathan Viera, a su más alto nivel, es lo mejor que hemos visto de amarillo. Somos hijos de una UD pobre, sin el lustre que atesoró en sus días de gloria, víctimas de la Segunda y la Segunda División B, cansados de escuchar historias de los 60, 70 y 80 -vaya el respeto a la historia por delante-. De aquel equipo de Quique Setién, Roque Mesa, Viera o Prince Boateng ya no hay casi nada. Esa era la UD de nuestras batallitas para los que viniesen detrás.

Supongo que días como los del Santiago Bernabéu durante el curso pasado valen para olvidar que el fútbol, a sabiendas de lo que nos puede hacer, tape todo y nos reconciliemos con él. Momentos como aquel, quizá uno de los de máxima exposición de los últimos días felices de la UD, valen para que el fútbol nos vuelva a engañar y nos sintamos dichosos por ello, que pensemos que ese tiempo será infinito. Porque lo volverá a hacer, volverá a engatusarnos para darnos un golpe duro en la cara cuando se le antoje y probablemente sentiremos que valdrá la pena después. ¿Se imaginan que se salva la UD?

'Apunte Sálvame'. Un compañero de la universidad me contó que la actual novia de Roberto Santamaría compartió con nosotros aula en Madrid. Empiezo a creer en la teoría de los seis grados de separación. Así es la vida.