Los presocráticos decían que el puente del aprendizaje era el asombro. Ya nos asombramos poco. Hemos vivido tanto que solemos justificar cualquier cosa con un: "ya estoy curado de espantos". Ya no nos asombramos y, en consecuencia, ya no aprendemos. Pero, imagínate que de repente sufres algún tipo de amnesia y que cada mañana, cuando te despiertas, no te acuerdas de nada y debes aprender todo de nuevo. Algo así como en la película Cincuenta primeras citas. ¿No sería fantástico volver a emocionarnos con la caricia de nuestra pareja aunque llevemos veinte años con ella? ¿O sonreír con el olor del café recién hecho? Pues algo así pude experimentar hace poco. No sufrí ningún tipo de amnesia, pero sí que pude reconectar con mi esencia. Reconectar con la naturaleza. Hace unos años que bromeo con que sufro el síndrome de Benjamin Button pero al revés, en lugar de rejuvenecer a pasos gigantescos, me hago vieja a la misma velocidad. Así que huyendo del carnaval, de las mascaritas y del gentío acabé en una cueva de Artenara con vistas al Roque Nublo y al Bentayga. Y me asombré y aprendí a ver de nuevo todo lo que la naturaleza nos regala cada día y, por costumbre, no nos asombra. Me dejé llevar por los olores a lavanda y a pino. Por la humedad que se calaba por mi espalda. Paseé a través de la cumbre escuchando a los pájaros charlar entre ellos, al viento cantar su canción y vi ponerse el sol desde Tamadaba. Aún retengo en mis ojos cómo se fue cayendo del cielo y adentrándose allí, donde Lactantius en el siglo tercero d.C. creía que se acababa la Tierra. Un diamante naranja calmando su fuego en el océano. Dando paso a la noche, a una luna que me sonreía como el gato de Cheshire, tímida, pero acompañada de cientos de estrellas que latían con fervor. Cuánto aprendí de mí esa noche y del silencio. Muy a mi pesar me di cuenta de que había dejado de asombrarme, había dejado de aprender. De descubrirme entre las ramas de un árbol o en la densa niebla. De saberme una con la naturaleza. Pero las maravillas de mi huida carnavalera no terminaron con el ocaso. Hubo otros descubrimientos, como el restaurante Riscocaído de comida biológica donde pude terminar de mimarme, ya lo había hecho con el alma y tocaba el cuerpo. Un lugar con encanto regentado por una catalana y un artenarense que hacen obras de arte con productos ecológicos. Nuestra cumbre está preciosa, ha sabido reponerse a las llamas que arrasaron con ella. Se está tomando su tiempo para regenerarse, para volver a nacer. Sin prisa. Deberíamos aprender de la madre Tierra. Ser más pacientes, más atentos y cariñosos con nuestro jardín interior e intentar darnos cuenta de las maravillas de la vida cada día. No podemos dejar de asombrarnos porque, si no, habremos dejado de aprender y, entonces, ¿qué nos queda?