Un amigo me habló de una joven que a sus dieciocho años se largó de su casa con lo puesto para emprender una nueva vida en otro país. No sabría decir, comentó, enterado del carácter violento del padre de la joven, si el valor motivó la marcha de la chica o fue el miedo. A raíz de su comentario, se reactivó en mi mente el recuerdo parcial de un cuento cuya fuente literaria he olvidado. Conservo en mi memoria solo el recuerdo de la primera escena: una mujer, que no acostumbra a salir de casa, se arrastra sin rumbo por la ciudad oscura sobre la que se cierne una tormenta implacable. ¿O se trata solo de una lluvia fuerte que, porque es de noche y las calles están casi vacías, la mujer aterrada convierte en una tempestad? No lo sé. Me interesa, sin embargo, la experiencia interior de la mujer. A veces basta sentirse frágil para hacer del paisaje un lugar desolador. La mujer, empapada y con el pelo chorreante, se angustia viendo colarse el agua en los edificios y las tiendas cerradas a cal y canto. El agua embarrada le alcanza media pierna. Los coches se han detenido con sus motores apagados. Ni rastro de un taxi para regresar a casa, su nido de protección y bienestar. Camina y camina a toda prisa, desnortada. Fuera de su refugio se siente vulnerable, del todo desprotegida. Oye de repente la voz de alguien que, radiante bajo una marquesina, exclama: "¡Menudo valor, señora!"

A menudo se confunden coraje y miedo, concluyó el amigo que me habló de la joven fugada. No parece extraño que sus palabras despertaran en mí el recuerdo de la mujer del cuento abriéndose paso entre las tinieblas. Al fin y al cabo, los lectores activos nos hemos habituado a un trasvase del material de la realidad a la ficción, y viceversa. ¿Acaso la literatura no es una hipótesis de vida tan real como la que se vive fuera de los libros?