Vi de pronto, mientras paseaba, a un limpiabotas en el parque. Sentado sobre su viejo taburete de madera y de patas muy cortas, cepillaba los zapatos de un turista. Me detuve un rato a contemplarlo como quien se detiene a mirar una escena extinguida, propia de un tiempo pasado. La infancia se me echó enseguida encima y, por alguna asociación de ideas, me vino a la mente el maravilloso anciano limpiabotas de un cuento que escribió Peter Handke. La visión del hombre limpiando el calzado del extranjero me produjo el mismo efecto que ese relato cuando lo leí.

Con cuánta meticulosidad limpiaba el limpiabotas del cuento los botines de su cliente. De forma lenta comenzó a desempolvarlos, uno a uno y parte a parte, manejando con suavidad y firmeza su cepillo curvo. Los pies, el empeine, las puntas de los dedos parecían agradecer el trabajo. Luego sacó un paño y embadurnó con betún, despacio y a fondo, tal y como procedía también el limpiabotas del parque, los botines. En su lata quedaba solo una pequeña masa negra, pero se las ingenió para que le alcanzase. Aplicó cada copo con extremo cuidado.

Cuando el limpiabotas del parque comenzó a sacarle brillo a los zapatos con un nuevo cepillo proseguí la caminata, todavía cautivada por el recuerdo de los botines que el limpiabotas del cuento dejó resplandecientes. Relucían como nunca antes, después de haberle pasado un cepillo de abrillantar y, finalmente, un paño. Era el único calzado que su dueño, radiante de felicidad, se pondría hasta desgastarlo. Entonces sentí estar viviendo una experiencia de sintonía con la raza humana. La lentitud, el esmero, la durabilidad y el amor en la demora adquirían significado. Regresé, gracias al limpiabotas y su arte, a momentos que en la actualidad se suponen carentes de acontecimientos. ¿O acaso vivir hoy no es casi siempre hacer que las horas pasen en lugar de prolongar el tiempo dando una vida insustituible a cada instante?