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OBSERVATORIO

Volvemos al 'España va bien'

Para el ministro Montoro "estamos viviendo el mejor momento económico de nuestra historia", según ha manifestado en una entrevista. Él sabe suficiente economía como para ser consciente de que está faltando a la verdad. Ciertamente, la situación de la economía española es, afortunadamente, bastante mejor que hace cinco años, pero no creo que, ni tan siquiera, deba decirse que nuestra economía se haya recuperado. Para afirmarlo, primero debería alcanzarse el nivel de empleo previo a la crisis, y eso todavía no ha pasado.

El responsable de las finanzas de nuestro gobierno, además, tiene la suficiente capacidad intelectual para reconocer, aunque no lo haga, que en el positivo cambio de ciclo de nuestra economía han influido, esencialmente, diversos factores externos. Principalmente el cambio en la orientación de la política monetaria, favorecido por la finalización del mandato de Jean-Claude Trichet como presidente del Banco Central Europeo, y la designación de Mario Draghi, momento en el que se empezó a aplicar una política monetaria, de carácter heterodoxo, ampliamente expansiva.

Pero también un cierto nivel de relajación de las exigencias de austeridad por parte de la Comisión Europea, lo que ha permitido que España continuara registrando, año tras año, déficits presupuestarios. No pretendo hacer una crítica a los déficits presupuestarios -siempre que no se mantengan de forma indefinida-, pero llama la atención que quienes proclaman que "no podemos gastar lo que no tenemos", sean los que han hecho crecer, ininterrumpidamente, el endeudamiento público de la economía española, apoyados en los tipos de interés nulos del BCE y en su compra masiva de deuda, lo que ha permitido mantener unos niveles de gasto público que han favorecido el crecimiento de nuestra economía. O sea, el Gobierno ha gastado, y mucho, lo que no tenía, porque una cosa es predicar, y otra dar trigo.

El nivel de endeudamiento público -casi el 100% del PIB- es uno de los indicadores que demuestran por qué no estamos viviendo el mejor momento económico de nuestra historia, pero no el único. Sin embargo, no es mi intención ocuparme, en esta ocasión, del endeudamiento, sino del desempleo, y muy particularmente, del desempleo juvenil, más si es de larga duración.

Muchos años de crisis han generado consecuencias muy negativas. Una de las más importantes es el nivel de paro, a pesar de una recuperación parcial del empleo, eso sí, en condiciones altamente precarias. Una tasa de desempleo del 16,74 por ciento de la población activa, que más que duplica la media de la UE, no es un síntoma de buen momento económico. Todavía tenemos casi 3,8 millones de parados, según la Encuesta de Población Activa del primer trimestre de 2018, que elabora el Instituto Nacional de Estadística, y eso que, lamentablemente, la población activa se ha reducido, desde diciembre de 2011, recién nombrado Montoro ministro de Hacienda, en 770.000 personas; es decir, el mercado laboral español se ha hecho significativamente más pequeño, algo muy preocupante para el sostenimiento del sistema de pensiones públicas.

El 13,57 por ciento del total de desempleados son jóvenes de entre 16 y 24 años, cuya tasa de paro se eleva al 36,34%, pero es que, además, casi el 16% lo son de larga duración, esto es, llevan más de un año buscando empleo, sin encontrarlo. Y la mayor parte del descenso de la población activa en estos últimos siete años, se debe a la población joven, que ha caído en 426.000 personas. Esta reducción de la población activa joven se debe, por una parte, a razones demográficas, pero también a que son muchos los que salen al extranjero en busca de un trabajo que no encuentran en su país. Según la OCDE, España es, entre sus miembros, un país líder en el ranking del desempleo juvenil, más que triplicando la media de los países desarrollados.

El desempleo juvenil, especialmente el de larga duración, es un auténtico drama económico y social. Los jóvenes que no encuentran empleo en periodos relativamente cortos empiezan a acumular inconvenientes para su participación futura en el mercado laboral, en el que, si consiguen incorporarse, suele ser con salarios particularmente bajos que les empujan a la exclusión social. Las consecuencias demográficas también son graves, puesto que los jóvenes no se sienten libres para decidir procrear.

El origen de este tipo de desempleo hay que buscarlo, normalmente, en una formación insuficiente y en la propia falta de experiencia, y quienes se ven abocados al paro de larga duración tienen muchas más probabilidades de tener, en el futuro, ocupaciones no cualificadas, con una penalización de ingresos durante todo el ciclo de su vida laboral.

Por ello, como se ha puesto de manifiesto en diversos estudios, el desempleo juvenil de larga duración afecta muy significativamente a todas las dimensiones de su bienestar, en particular, limita y deteriora sus expectativas sobre el futuro y les hace incurrir en un severo riesgo de exclusión, impidiendo su plena participación en la sociedad, aumentando su descontento y su resentimiento contra el sistema y los representantes políticos.

Pero es que, además, quienes sí encuentran empleo, como regla bastante general, lo hacen en alguno de muy escasa calidad. Se está generando un nuevo mercado laboral esencialmente precario, con salarios muy bajos, con altísima temporalidad y sin garantías. Ello lleva a algunos a decir que resulta necesario profundizar en la reforma laboral -se entiende que para precarizar más el mercado- lo que no deja de ser una paradoja, sencillamente porque gran parte de la situación actual se explica, precisamente, por la reforma laboral de principios de 2012. No hace falta más medicina de la misma naturaleza, antes al contrario.

La política económica está mal enfocada. España debe aspirar a ser una economía más competitiva, y, por tanto, que su crecimiento sea inclusivo, mejorando la calidad del empleo y el nivel de los salarios, para que éstos se acomoden al crecimiento de la productividad. Pero para ello necesitamos, esencialmente, una política dirigida a mejorar significativamente la calidad de la gestión empresarial, para lo que, a su vez, resulta imprescindible una auténtica reforma estructural, que cambie nuestro sistema educativo y formativo. Esa sí es la reforma estructural que necesita España, esa que el gobierno no aborda; al revés, con sus recortes, ha conseguido deteriorar la educación más de lo que estaba.

España no va bien, señor Montoro. No puede ser así cuando continúa aumentando la desigualdad, cuando el país sigue incrementando el número de trabajadores pobres, y es en el que menos crecen los salarios, en el que más aumentan los contratos temporales y a tiempo parcial. Si no se produce un giro en el enfoque de la política económica, los resultados podrán llegar a ser catastróficos, y las cicatrices muy profundas.

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