La Provincia - Diario de Las Palmas

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OBSERVATORIO

Desconcierto y brutalidad

Si quiere tener una experiencia de la época, amigo lector, haga un repaso por los diarios principales, revise telediarios, ponga noticias, asómese a la realidad. Vaya apuntando la palabra más repetida. Seguro que no es microplástico. Apuesto que dicha palabra es desconcierto. Luego hágase la pregunta: ¿qué podemos pensar en firme, una vez que sabemos que el desconcierto es el estado de ánimo dominante? ¿Cómo dar crédito a eso que pensamos, sea lo que sea? ¿Dónde hacer pie en medio de estas situaciones, en las que todo lo sólido se desvanece? ¿Cómo eliminar este sentimiento de naufragio general, que ya no deja roca firme desde la que mirar a los que chapotean en el agua, antes de hundirse?

No es sólo la emergencia de los nacionalismos, ni la confianza desesperada en el argumento de la brutalidad y sus múltiples herramientas. No es solo que sepamos del mundo infectado por las campañas de control de conciencias, o que nuestros datos sean analizados por analistas de big data para ser vendidos al mejor postor, desde el contratante de seguros de vida hasta el partido político. No es solo la certeza de que el producto interior bruto del mundo dejará de crecer por la guerra comercial, ni que la bolsa se haya dado un batacazo este año. No consiste sólo en apreciar lo siniestros que se vuelven los mares y las aguas, cuando ya albergan más toneladas de plástico que de peces, ni las premoniciones inquietantes de un mundo donde no haya abejas para libar ni flores que polinizar. Ni siquiera son los centenares de miles de refugiados en movimiento que vemos agitarse siguiendo los caminos desde el sur hacia el norte, o el crimen de cada día perpetrado en los débiles, las mujeres, los niños. El desconcierto actual es otra cosa, y surge de la formación de un espejo global que refracta desolación y que cuenta con nuestra fragilidad psíquica y sus respuestas.

El desconcierto actual es un fenómeno mundial inducido para producir una mutación de masas, y tiene que ver con la experiencia multiplicada de todas esas noticias, y de muchas más, que no hacen sino aumentar nuestra inseguridad. Cada una de ellas, tan pronto llega con sus heraldos negros, nos hace girarnos con ansiedad a otro sitio para descubrir un lugar de reposo. No lo encontraremos. Esa acumulación de decepciones, poco a poco, nos induce a creer que estamos ante la pared impenetrable de una prisión. Incluso la ilusión de emigrar a otra galaxia, fortalece el gesto banal de la última evasión. Si lo más cercano es Marte, y lo parecido entre Marte y la Tierra es un cráter de hielo barroso y sucio en medio de un desierto raído, tampoco es alentador ese horizonte. Bastará que pasen unos cientos de años para que no tengamos que hacer un viaje tan largo para encontrarnos con una realidad tan mezquina.

Pues bien, este espectáculo no es natural. Por mucho que nos hayamos acostumbrado a naturalizar las redes, hoy no producen una imagen de la realidad, sino más bien de nuestra propia mente. Esas mentes replican a las otras encaramadas al poder. Todas juntas nos inducen a ignorar todo lo noble que existe en nosotros y el mundo. Trump, Putin o Bolsonaro hacen que consideremos que todo sea frágil, cerca de la quiebra. Esta falta de oxígeno es el testimonio más preciso de una Humanidad que tiene ante sí algo que nunca se deja atrás: la necesidad de orientación. Pero en lugar de reclamar un instante de reflexión, el clima de desconcierto es inducido hoy como la antesala de la brutalidad. Y la brutalidad siempre comienza por un desprecio de todo lo que no sea el remedio violento, urgente.

La brutalidad es la antesala de la aplicación de un 155 para todo. Durante mucho tiempo lo que permitió salir de estas situaciones fue una política de hechos consumados: llevar a la gente a situaciones irreversibles en las que estuviera comprometida la desnuda supervivencia. De esta naturaleza son las guerras. Que los pueblos las recibieran con alivio, se explica porque dejaban de ver los problemas asfixiantes del horizonte, entregados a los inmediatos de la supervivencia. Así se resolvían los dilemas evolutivos mediante procesos regresivos. Tras la tragedia, los humanos volvían purificados y pensaban haber aprendido algo. Entonces reflexionaban para identificar el momento en que se habían torcido las cosas y procuraban marcar rumbos alternativos.

Hoy no estamos ante esa situación. Sabemos qué tendríamos que hacer para que nuestro mundo tenga vías evolutivas abiertas. No tenemos un problema epistemológico. El desconcierto es un efecto provocado para eliminar las evidencias que disponemos acerca de lo que el mundo necesita. Por eso son ingenuos los análisis que miran demasiado cerca. Vox no produce desconcierto. Recoge la primera gran cosecha de desorientados españoles, una cosecha fruto de una técnica medida. El 15-M, por el contrario, no fue un movimiento de desorientados. Fue un movimiento de indignados. Como dijo Luis Vives, en el libro de De Anima et Vita dedicado a las emociones, "la indignación se ha otorgado al ser humano para la comunidad de la vida, a fin de que se establezca una equitativa y justa distribución de todos los bienes, de modo que estos no caigan en manos de hombres indignos".

Con frecuencia nos preguntamos qué es lo que se ha perdido en el camino, desde ese 15-M al presente. Y la única respuesta que veo es que se ha perdido de vista la centralidad de la batalla cultural. Aquí es donde emerge la mayor amargura, porque ahí está afectado nuestro sentido de la responsabilidad. La fuerza que vino a canalizar esa indignación, Podemos, ha olvidado la guerra cultural a favor de la política de corto plazo. Nunca se tomó en serio que la lucha por la hegemonía era sobre todo la lucha por la orientación. Encerrados en una política instrumental, sus líderes no han dado lo que toda hegemonía necesita: la capacidad de agrupar a las principales fuerzas culturales, a las mujeres y a los hombres de cultura, y dotar a unas y a otros del instrumento adecuado para atender las necesidades de orientación de una sociedad, frente a los intentos de producción de desconcierto como pedagogía de la brutalidad.

No hay diferencia entre la batalla cultural y la batalla política, porque lo único que puede producir orientación en el presente es cuestionar aquello que afecta a los intereses privilegiados, reactivos, regresivos, cuya defensa sólo es viable en un clima de histeria y confusión. De esta índole es la batalla fiscal, feminista, ecologista, educativa, sanitaria, no menos que la batalla de entendimiento entre los pueblos o la reforma de las normativas fundamentales en la batalla por el Estado. La sima que dividirá la humanidad del futuro es la que diferenciará el aire que respiremos, el agua que bebamos, los antibióticos que tomemos, las aulas a las que vayamos. Es una sima vital que pondrá en cuestión la unidad de la especie, la igualdad de la vida humana, la existencia de bienes comunes.

Frente a esto, la serenidad y la orientación es un valor político fundamental, porque es la única actitud que permitirá atravesar este momento histórico sin perder de vista lo relevante. Aquello que tenemos como reto evolutivo en el presente sólo se puede encarar con las fuerzas de la racionalidad, de la ciencia, de la cultura y de la ilustración considerada, con su pedagogía que no coacciona al cambio de opiniones, ni califica a los renuentes a ese cambio, sino que está dispuesta a un argumento infinito, que no desprecia ni la posición más distante como punto de partida de una conversación que aspira a mostrar lo común. Antiguamente se decía que el pecado contra el espíritu no será perdonado. Hoy lo imperdonable es aumentar el desconcierto.

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