Reúna a lo más joven y popular del elenco televisivo español, atibórrelos de drogas, frote durante dos horas los torsos desnudos de los adonis con los húmedos pezones de las ninfas y tendremos una aproximación bastante exacta a Mentiras y Gordas; un cóctel que, a juzgar por el público que acudió a su estreno, promete éxito de taquilla.

Alfonso Albacete y David Menkes, guionistas y directores, insisten en que Mentiras y Gordas no es una descripción documental de la realidad social ni una película generacional. Pero si algo puede decirse de ella es precisamente eso: que, más allá de entretener, sirve de espejo para una generación, en la línea de Historias del Kronen o Yo soy la Juani -sin ánimo de asemejar los tres trabajos más allá de su temática juvenil, más que nada por respeto a estas últimas- y que alcanza el máximo de su espectacularidad en la descripción realista de la ebriedad química y el sexo sin complejos. Como muestra, tómese la escena del orgasmo sensitivo que sacude al personaje interpretado por Mario Casas bajo los láseres de la discoteca mientras reparte bendiciones y que sirve de clímax del discurso narrativo: todo un placer de los sentidos y una recreación perfecta, hasta el más nimio de sus detalles, de cómo son las cosas cuando en la ecuación de tecno y amaneceres no se despeja la equis.

Por supuesto, la cinta no refleja la realidad juvenil en toda su amplitud y puede que muchos jóvenes no se sientan identificados con el ritmo de vida que describe. Pero, sin duda, es muestra exacta de cierto tipo de jóvenes y de cierta manera de entender el ocio nocturno; sin añadidos, sin exageraciones, sin tapujos. Dice Albacete que la película "es fuerte" y que quisieron hacerla "sin concesiones" a lo moralmente correcto. No es fuerte, es real. Y, en ocasiones, hasta divertida.

Cada una de las escenas, por separado, dan claro ejemplo de la pulcritud con la que han trabajado sus directores, que no dejan nada al azar y parecen saber muy bien lo que buscan y las emociones que pretenden evocar en el espectador juvenil. Sin embargo, el montaje final se tambalea en ocasiones, tal vez por sobredosis de piel, humedades y rayas de cocaína engarzadas unas sobre otras en lugar de ahondar un poco, no mucho, pero sí un poco más, en la trama contextual.

La banda sonora, de factura impecable, se convierte en coprotagonista y conductora del ritmo escénico, cosa no carente de sentido habida cuenta que gran parte de la trama se desarrolla entre discotecas y subidones de trance y house a toda pastilla; entendido esto último en ambos sentidos de la expresión.

El trabajo de los actores es meritorio; tanto que daría hasta pena compararlos con sus compañeros adultos en las series que protagonizan en la pequeña pantalla. Lástima por esos actores que en su mayoría no aguantarían la comparación con esta nueva hornada, por lo que el futuro del género en España se adivina halagüeño si la urgencia que imprime la televisión no termina antes con el instinto interpretativo de estas jóvenes promesas.

Mejor no dar nombres, entre otras cosas para no resaltar a unos frente a otros en una película coral donde el protagonista principal no es una persona, sino una búsqueda. La búsqueda del alma perdida de todos y cada uno de ellos.