Durante el ejercicio de 2015, sobre el que tratan los datos que se aportan en este trabajo, las economías española y canaria iniciaron una fase de afianzamiento en el camino de la mejoría tras los años de la crisis y de inicio de la recuperación. Esta tendencia ha venido a consolidarse en el transcurso de 2016 y lo que llevamos recorrido de este 2017. Salvo las dudas y sombras que emanan del ámbito de la geopolítica -la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, las poco menos que ininteligibles decisiones del nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y las elecciones que tendrán lugar en los próximos meses en Francia y Alemania-; y la importante evolución al alza de los precios del petróleo -sus bajas cotizaciones han sido una bendición, el imprescindible viento de cola que ha ayudado a consolidar el crecimiento de una economía como la española lastrada por la enorme dependencia del exterior en materia energética-; todo apunta a que los próximos ejercicios también serán de incremento de la actividad, aunque a menor ritmo. El actual dinamismo de la economía tiende a debilitarse y empieza a echar de menos nuevas reformas de carácter estructural que le insuflen algo de aire. En esta ocasión, se trata de iniciativas que deben estar vinculadas a modificaciones en la fiscalidad que soportan empresas y ciudadanos, y a la administración pública y a los modos y las maneras que ésta tiene de alcanzar sus objetivos y de prestar sus servicios a la sociedad y, por qué no, de evaluarlos.

En este contexto, donde lo que he tratado de exponer es el análisis clásico, parece que comienza a abrirse paso cada vez con más claridad la necesidad de que se aborden otros aspectos relacionados con la herencia que ha dejado la crisis en nuestras vidas, la depresión más importante jamás vista desde el año 1929 y de cuyo fantasma aún no podemos deshacernos. El reguero de sufrimiento y depresión es perceptible por doquier. En nuestras familias, en nuestros amigos, en nuestros vecinos... Y parece que ya va siendo hora, si no es que estemos tardando en demasía, de ir tomando algunas medidas con las que contribuir a cicatrizar parte de las heridas. Al menos las que aún puedan ser suturables.

Es preciso comenzar a atajar con cierta determinación ese dolor causado y aprovechar, de paso, para hacer frente a otros retos de futuro. Se hace imprescindible abordar la exclusión social y el desempleo estructural en España para propiciar junto a las mejoras en la actividad económica y la generación de puestos de trabajo la recuperación de las vidas que fueron cercenadas por los años de plomo del hundimiento.

La situación política en España, y en cierto modo las incertidumbres que proceden del entorno, tampoco ayudan. Estamos en un tiempo donde parecen primar las diferencias, da la impresión de que hacemos más hincapié en todo aquello que nos separa o que nos enerva que en lo que nos une. Esta enorme polarización, la evidente ausencia de empatía y comprensión, la tensión sobre la convivencia... Esta pujanza de los antagonismos genera estancamiento y complica la convivencia y la resolución de los problemas. Los apreciados avances y las anheladas transformaciones suelen surgir, sin duda, de los grandes consensos, del entendimiento.

Todo apunta a que se hace preciso una mayor integración europea. La decadencia de Europa y el malestar hacia el proyecto europeo, que pese a la derrota de los anticomunitarios en las recientes elecciones celebradas en Holanda parece que va para largo tiempo, pone en serias dificultades el Estado de Bienestar. En el caso de España este instrumento de cohesión social hace necesario el debate sobre la ya apuntada lucha contra el paro estructural y también el impulso del Pacto de Toledo, por el que se genere más luz y claridad al futuro de las pensiones, una de las mayores prestaciones sociales de las que dispone muestro país.

El terremoto político y social que generó la crisis económica más profunda conocida por nuestra generación, la que había estado al margen hasta ahora de conflictos armados y sociales de tanta envergadura y dramatismo, y los procesos de globalización han cambiado el mundo que conocíamos. La globalización provocó un reequilibrio mundial de la riqueza, sacó a millones de personas de la pobreza en Asia y en los países de Europa del Este y de la zona del Pacífico. Al otro lado de la balanza, hizo más pobres a los estadounidenses y a los europeos de Occidente. Esta generación debe enfrentarse a la tesitura de poner en marcha todas sus capacidades de reinvención y de buscar puntos de encuentro en un tiempo en que hay más tensión de la que debería haber. En una era en la que se ha puesto de moda la nueva política y que emite claros síntomas de que hace aguas -fundamentalmente porque quienes tienen que interpretarla y articularla demuestran que no están a la altura de las necesidades por incapacidad o falta de preparación- parece que se va a tener que echar mano de herramientas de la política real, de la clásica, para salir del apuro y afrontar la situación.