C on el Ejército Rojo a las puertas de Berlín y las tropas aliadas atascadas entre el Rin y el Rhur, Reino Unido y Estados Unidos optaron -en febrero de 1945- por dar un golpe sobre el tablero en el que se decidía el resultado de la Segunda Guerra Mundial: el bombardeo aéreo, hasta la destrucción, de una gran ciudad alemana. El objetivo de la operación contenía varias arias aristas: uno, minar la débil resistencia nazi; y dos, lanzar un primer aviso contra Stalin y sus planes imperiales sobre el este de Europa.

En tres días, la fuerza aérea aliada destruyó Dresde, la capital de Sajonia que hoy, 72 años después y tras casi cinco décadas bajo control soviético, es una coqueta ciudad, de ambiente familiar y universitario, que presume de un marcado corte moderno y que acoge con calidez -tal vez marcada por aquella barbarie que la consumió a llamas y escombros- a sus visitantes.

La operación aérea aliada apenas dejó en pie un solo ladrillo de Dresde, que tras el final de la Segunda Guerra Mundial quedó bajo control de la URSS y formó parte de la República Democrática Alemana. Escondida tras el Telón de Acero, la localidad quedó al margen de los circuitos turísticos hasta los años 90.

Reconstruida buena parte de su casco histórico, un paseo por el combo que forman, junto al río Elba, la Galería Zwinger, la Theaterplatz, la iglesia católica Hofkirche, el palacio Residenzschlossen, la Neumarkt -con la estatua en honor a Martín Lutero-, la iglesia Frauenkirche y los jardines Brühlsche.

Más allá de la majestuosidad de esa sector histórico, Dresde ofrece uno de los barrios más modernos y divertidos de Europa: Neustadt, autodeclarada zona antifascista y en el que uno puede encontrar alojamiento barato en casas para turistas, comer algo típico de la región -o cualquier cocina del mundo- y disfrutar de una noche de juerga.