La mirada de Lúculo

Dos historias con polenta

Las gachas italianas: del arriesgado canapé de Leonardo al escote de la condesa Marina Querini-Benzoni

Dos historias con polenta

Hay un par de ideas sobre la polenta, el alimento histórico de las hambres en Italia, que rondan en mi cabeza. Una de ellas procede de una leyenda veneciana en torno a la condesa Marina Querini-Benzoni, que tuvo relaciones con Lord Byron y Ugo Foscolo y cuya belleza inspiró una romanza, La biondina in gondoletta, que todavía mucho después de su muerte entonaban gondoleros que jamás habían oído su nombre ni sabían nada acerca de ella.

El escritor argentino Edgardo Cozarinsky cuenta cómo Byron y Marina paseaban por el Gran Canal cuando el poeta vio surgir del generoso escote de la dama una sutil voluta de vapor. Descubrió con tristeza que no era la intensidad del deseo lo que le producía ese efecto, sino que solía introducir dos dedos en el canalillo y extraer de él una pizca de una sustancia amarilla que llevaba, con cierto éxtasis, a la boca. Era su manjar de los manjares: la polenta que mantenía caliente entre sus pechos apretados. La leyenda referida cuenta que los gondoleros saludaban con reverencia y elevando la voz, "il fumeto!" (el humito), cuando veían surgir de una góndola que navegaba sin ocupante visible, y en cuyo fondo yacían enlazados e invisibles los amantes, la fina voluta de vapor. Se non è vero, è ben trovato, podría decirse de esta historia.

Ahora cambiamos a Florencia. Siempre que he ido he intentado situarme en el lugar de la taberna Le Tre Lumache, donde Leonardo empezó a trabajar por las noches de camarero para pagar las clases que recibía en el taller del maestro Verrocchio y poder sobrevivir. Resulta de lo más sencillo: lo único que se puede hacer es deambular alrededor del Ponte Vecchio e imaginárselo. En la popular y concurrida taberna florentina de los caracoles, la polenta, que ha combatido todas las hambres, se extendía sobre las mesas de madera o se servía en enormes fuentes de barro a rebosar acompañada de cuatro trozos de carne guisada o salchicha. Los parroquianos se llevaban el cereal y el condimento a la boca utilizando los dedos de la mano como los musulmanes; en su caso las dos manos sin el prejuicio islámico de la impureza.

Da Vinci asistía estremecido a aquel espectáculo incivil, al mismo tiempo que empezaba a darle vueltas en su cabeza lo que vendría después y que no tardaría en llegar. Corría 1473. Las causas por las que los cocineros del local fueron un día envenenados se desconocen pero tampoco cuesta demasiado imaginarse los motivos en una clientela insatisfecha y expeditiva. El caso es que, tras el misterioso suceso, el joven Leonardo Da Vinci pasó a ocuparse de manera decidida y resuelta de la cocina. Tanto que la polenta, el plato estrella de la época, trigo molido secado al sol y mezclado con agua, pasó a a presentarse a los comensales en pedacitos tallados coronados cada uno de ellos por un trozo de carne. He ahí un canapé. La clientela, poco dada a las bromas como demuestra el envenenamiento precedente, intentó matarlo al creer que Leonardo se estaba mofando de ella. Ermanno Olmi dejó planchada en El árbol de los zuecos la imagen aquélla de la hambruna bergamasca de la porción de polenta fría y el queso. Del maíz como subsistencia de los campesinos, que desafiaban la pelagra, cuando apenas existía otra cosa que llevarse a la boca como ocurría en la desolada belleza de la película. El maíz es una de las seis grandes gramíneas junto con el centeno, la cebada, el trigo, el mijo y el arroz. De su cultivo ha dependido el sustento de civilizaciones enteras.

El logro de las gramíneas se ha venido desarrollando durante siglos con el centeno en el Cáucaso o la cebada en el Tíbet, donde los tibetanos la comen tostada (tsampa) o fermentada con cerveza. El mijo en África y en China ha sido, y es, un alimento básico de la población. El auge del arroz no tiene comparación posible. Y lo mismo ocurre con el trigo, que es pan nuestro de cada día. México, los pueblos centroamericanos y sudamericanos no sabrían qué comer de no poder contar con el maíz. Pero también en Europa, donde la abundancia ha venido a sustituir a la escasez, la comida campesina sigue teniendo el maíz o cualquier otro tipo de grano como un alimento esencial, que se mantiene y se adapta a las nuevas fórmulas de la cocina.

En Asturias se comen tortos para acompañar los huevos fritos. Y antes todavía, recuerdo cómo las abuelas regaban de leche las populares fariñas que comían a cuchara y en un plato hondo acompañadas de un buen pedazo de mantequilla. La papilla de subsistencia en el Reino Unido es el porridge (avena cocida), que los escoceses de las tierras altas toman tradicionalmente en el desayuno después de haberlo removido incesantemente con una peculiar espátula de madera que se conoce por el nombre de spurtle.

Entre las preparaciones con harina de maíz más famosas está la polenta, que los italianos han rescatado de la subsistencia campesina a la mesa cotidiana e incluso recuperando en preparaciones de la nueva cocina. Una buena guarnición para acompañar un guiso de caza o el contrapunto ideal para comer unos caracoles en salsa de tomate, vino y una punta de albahaca. En el Friuli, el Véneto y la Lombardía se consume polenta a diario. Antiguamente, se cocía en grandes cacerolas, removiendo con la mescola (cuchara de madera) cada cinco minutos y por espacio de tres cuartos de hora desde que rompía el hervor.

Lentamente, in umido (en mojado), procurando evitar los grumos. Una vez cocida, se colocaba sobre una tabla de madera recubierta de harina, en la misma mesa incluso, y se cortaba caliente, con hilo, o, fría, con un cuchillo. La polenta acompaña a las judías y al chucrut en el bisni friulano, y en la taragna bergamasca se empareja con uno de los quesos locales, el bitto. Stendhal escribía de ella a propósito de las damas que se volvían locas por los uzei, unos pajaritos asados sobre la pasta amarilla "hecha en el momento mismo con harina de maíz y agua caliente". La polenta e osei, que ya resulta difícil comer en Lombardía.

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