La octava vida de Beà

La recuperación por parte de Astiberri de 'Siete vidas', obra de Josep Maria Beà, devuelve a la actualidad a uno de los nombres propios más señeros de la historia del cómic nacional

La octava vida de Beà

La figura de Josep Maria Beà (Barcelona, 1942) es la de uno de los más importantes autores españoles. Inició su trayectoria en los últimos años cincuenta, se consolidó colaborando en revistas americanas como Creepy o Vampirella, y en los años 80 triunfó como uno de los estandartes del nuevo cómic adulto nacional, con la publicación de algunos de los títulos más importantes de aquel tiempo. Así, Historias de taberna galáctica (reeditada por Trilita Ediciones en 2016) es señalada con justicia como uno de los principales tótems del cómic adulto español que renovó el paisaje de nuestra historieta durante la transición. Le siguieron otros títulos importantes como En un lugar de la mente, La esfera cúbica, La muralla o este Siete vidas que ahora se reedita en un fabuloso álbum de generoso tamaño, de la mano de Astiberri. Y como editor aportó al llamado boom de los 80 la revista Rambla y más tarde constituyó su propio sello editorial, Intermagen.

La recuperación de la generación de autores que supo o quiso desmontarse del carro del tebeo infantil popular y saltar a lomos del caballo del nuevo cómic adulto, ha sido puntualmente reivindicada durante el siglo XXI. Los nuevos aires que trajeron la novela gráfica, con el formato de libro bien editado, los cómic entendidos como objeto -con una buena edición, un buen papel, unas calidades en los materiales...- y el florecimiento, modesto quizá pero nada despreciable, oxigenante, de un nuevo comprador-tipo -ajeno al fandom o al coleccionismo compulsivo, más cercano al lector literario, menos ruidoso, más universal- pudieron ser causas de una paulatina recuperación de nuestros clásicos de los años ochenta o anteriores: Peter Petrake, de Miguel Calatayud; Atajos, de Martí, recopilando historietas breves de El Víbora; Nova-2, de Luis García, o la reedición de firmas incombustibles como Miguelanxo Prado permitieron redescubrir un acervo importante. En casos, reveló al lector de hoy unas obras a las que el tiempo había entumecido en su propósito de ruptura a toda costa. En otros, los años solo convertían en gran reserva trabajos que nacieron ya como excelentes cosechas.

Parece que con Siete vidas volvemos a encontrarnos con uno de esos cómics que crecen, que demuestran que el brillo percibido en su momento perdura y no era espejismo de una época. Lo más sorprendente es comprobar la enorme elasticidad de la obra: un tebeo con treinta y dos años de edad que carece de achaques no es algo muy habitual de ver. Una que además prácticamente no ofrece demasiados ecos de su tiempo; una que, en fin, no debemos ubicar, como lectores, en su lugar y tiempo para comprenderla y disfrutarla, es más rara avis aún.

La historia de un gato

El protagonista de Siete vidas es un trasunto del autor (en un universo de gatos antropomórficos) que, en la edad de la madurez, recuerda retales de vida, de su vida. Diferentes anécdotas que supusieron siete "muertes". De la inocencia, de la amistad, de la virginidad... "Siete vidas" plantea que la existencia no es más que la suma de breves momentos. Algunos perdurarán en el recuerdo, con el sabor agridulce de todo lo que es importante.

Es verdad que podemos entender la forma de capítulos breves como lo que es: la consecuencia de un tiempo y un modo de producción. Acostumbrados hoy a largos relatos como Los surcos del azar (Paco Roca) o Ardalén (Miguelanxo Prado), parece que aquellos tiempos en que para publicar había que adaptarse a revistas mensuales es algo de otra era. Bueno, es de otro siglo, efectivamente, y en ocasiones anuda y restringe en demasía el relato. Quizá también lo haga en el caso que nos ocupa, pero al tiempo, como decía, la forma en Siete vidas aporta cierto matiz reflexivo inherente a esta estructura de breves capítulos: somos cachitos de experiencias, algunas recordadas, otras olvidadas. Siete vidas perfila la existencia de un "gato viejo" (por cierto, los perros, en esta fábula cosida con memoria personal, perros son) a través de los cortos capítulos que más y mejor recuerda el felino/Beà, pero entre capítulos se produce la inevitable elipsis de tantos otros. Los recuerdos son así, caprichosos. ¿Es Gatony solo el producto de estos siete "fallecimientos" o hay muchos más? ¿No quiere contárnoslos, o los ha olvidado? ¿Son livianos, o importantes...? Además de vidas y muertes simbólicas, ¿hay heridas? ¿Hay victorias?

En el fondo la concisión, siete historias, tiene esta capacidad, que en resumen se traduce en una carga simbólica, un discurso subterráneo sobre el sentido de la vida y la importancia del recuerdo, lo que recordamos, lo que obviamos y lo que olvidamos. Nos construimos a nosotros mismos, en esa elección.

Beà, además, se mantiene para la mirada contemporánea como un superdotado narrador; un diseñador de escenas exquisito, alérgico al artificio, siempre preciso; un perfilador de personajes soberbio (esa misteriosa mujer encamada y de la que solo vemos su brazo de pergamino, por ejemplo), que los hace hablar con la exactitud del mejor observador de la vida; y sí, claro, un dibujante realista superlativo, que pese a lo exacto de su trazo y lo evidentemente virtuoso de su pincel, se equilibra entre lo documental y cierto onirismo, expresionista y al tiempo diría que felliniano.

Hay que felicitar a Astiberri por esta edición. ¿Osadía? Quizá no es tanto el atrevimiento: basta ojear las páginas de este álbum (para el que Beà ha creado una nueva portada, por cierto maravillosa) para tener claro que no estamos ante ninguna fruslería. No, en Siete vidas no hay sobras, ni materia grasa. Aquí todo es magro: el gato está bien alimentado.

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