Efectivamente, la marca Primavera Sound ayuda lo suyo. Pero no es lo único: el Parque da Cidade sigue siendo perfecto para un festival así, con sus mesas para picnic, bancos, buena visión desde todos los ángulos (complementada por unas inmaculadas pantallas LED a los lados de los dos escenarios principales) y un sonido excelente. Además, tres de los cuatro escenarios en pendiente permiten seguir casi cualquier concierto sentado en el césped en la parte de atrás, salvo muy contadas excepciones: este año solo sucedió con Bon Iver, el único momento en el que pareció que el emplazamiento podría llegar al límite de su capacidad. Si a eso le sumamos la luna llena y unas noches que escaparon al fresco y la humedad habituales en Oporto, difícilmente la experiencia podría ser más completa.

También ayuda que se trate dignamente a los espectadores, con unos puestos de comida decentes y bebidas que escapan a lo habitual. Bien es cierto que las colas en las barras semejaron ser más largas por momentos que en anteriores ediciones, algo ciertamente mejorable, probablemente el único pero que se le puede poner a la organización.

Como en anteriores ocasiones, cuatro fueron los escenarios de esta edición, todos muy próximos unos de otros sin interferirse entre ellos apreciablemente. Super Bock y Nos concentraron los grandes nombres, mientras que en el Palco (en una parte del parque simplemente idílica formada por un anfiteatro natural en medio del bosque) tuvieron hueco las propuestas más arriesgadas y a descubrir. Por su parte, en la carpa cubierta Pitchfork hubo sitio para otros conciertos con menor poder de convocatoria a priori.

Música negra

Es difícil no empezar reconociendo el éxito de un certamen que apuesta por la música negra, tal vez el sonido más exitoso y creativo de la actualidad. Además del rap masivo de Run the Jewels (sorprendidos por la recepción del público portugués, y quienes aseguraron querer mudarse a la ciudad), Skepta y su grime tan británico como rabioso gozó también de una respuesta masiva. Más comedido, Sampha bascula entre el soul clásico y la electrónica más emocional, ganando en intensidad en directo, mientras que Miguel bien podría ser considerado como el más firme candidato a ocupar un lugar no muy distante del que en su día consiguió Michael Jackson.

El pop psicodélico fue el otro género bien representado e igualmente triunfante, comandado por unos crecidos Pond respecto a lo que muestran sus álbumes (con Don't Look at the Sun or You'll Go Blind como el probable momento álgido del festival), y respaldado por King Gizzard and the Lizard Wizzard conectando desde el primer momento con unos seguidores ávidos de surfear por encima del público o The Black Angels impartiendo magisterio llegados directamente de Texas en una de sus raras apariciones en la Península.

La esencia rock la mantuvieron The Make-Up, con un Ian Svenonius convertido en hombre espectáculo al pasar más tiempo encima del público que sobre las tablas del escenario, los intensos Japandroids en un punto intermedio entre el hardcore y Bruce Springsteen, y Royal Trux, recuperados para reproducir su sonido deshilachado y estupefaciente más de 20 años después. Más radicales se presentaron Death Grips, Swans o Shellac (en su ya acostumbrada visita anual al festival), tres experiencias físicas tan exigentes como extenuantes, así como el punk de Against Me comandado por la mujer transgénero Laura Jane Grace.

Folk hipnótico

No fueron los únicos nombres destacados. Angel Olsen conquistó el escenario grande al frente de una banda soberbia, Weyes Blood desgranó su folk hipnótico rodeada de candelabros, Metronomy llegaron a parecer en algún momento los mejores y más bailables Talking Heads, Sleaford Mods hicieron de hooligans entrañables una vez más (su programador Andrew Fearn es, sin duda, el que menos trabajó en todo el festival, lanzando con un único toque al teclado de su ordenador las bases sobre las que escupe palabras su colega Jason Williamson), mientras que Whitney (más comedidos en el escenario) o Arab Strap no defraudaron.

Además, el festival ha sabido abrirse últimamente a otros sonidos y a otros continentes, como ha sido el caso de los saharianos Songhoy Blues en esta ocasión y la que se convirtió, sin duda, en la reina del festival: Elza Soares sentada en un trono (leyendo las letras en su teleprompter y colocada allí más por su leyenda a sus 80 y tantos años que por sus condiciones físicas, exactamente como Brian Wilson) y defendiendo un último disco respaldado por la electricidad de las guitarras. Queda, cómo no, Bon Iver (Justin Vernon), sin duda el artista con mayor poder de convocatoria: tras empezar abusando de un autotune que imponía una frialdad excesiva, poco a poco viró hacia la electrónica y el folk más emocional, rematando con un Skinny Love en acústico defendido por el solo, siendo el único que gozó del privilegio de hacer un bis en los tres días.

Entre los casi 50 nombres también hubo alguna que otra decepción, como The Growlers, que parecieron salir cargados de carisma para no ofrecer nada de lo que prometían, un Flying Lotus mucho más desconectado con el público que en otras ocasiones, un Aphex Twin que ni se bailaba ni se disfrutaba como en casa y unos Teenage Fanclub que, aunque interpretaron una batería de melodías inapelables, contaron con el peor sonido y el menor público en Super Bock, como si su divorcio con las nuevas generaciones fuese más que evidente.

Con todo este bagaje, no resulta extraño que esta edición del Nos Primavera Sound batiese récords de asistencia, con unas 30.000 personas cada uno de los tres días y lleno absoluto con Bon Iver. Tan solo queda desear y pedirle que no se convierta en algo masificado como su franquicia madre en Barcelona, o sea, que no muera de éxito para poder seguir disfrutando de ese secreto que ya no lo es tanto.